El bar de las ilusiones

   Cada noche a la misma hora, abre aquel misterioso bar tan popular de la ciudad. Suelo salir

muy tarde del trabajo, y para volver a casa debo cruzar esa calle triste, solitaria y oscura

donde se encuentra el local, cuyas grandes luces de neón forman la palabra “bar”, iluminando

la zona con su fuerte y seductor color rojo, igual a una farola atrayendo polillas. El bar está en

completo silencio, da la sensación de estar vacío, pero no es así, está tan lleno como siempre.

En la tarde, horas antes de abrir, sus leales clientes esperan con una inquietante paciencia,

separados los uno de los otros. No entablan conversación, ni siquiera entre los grupos o las

parejas. Siempre están con la atenta y expectante mirada en el bar, esperando que encienda la

señal de “abierto”. Me los encuentro cuando logro salir temprano del trabajo, siempre de pie

e inmóviles, como melancólicas estatuas que adornan una calle igual de deprimente.

    Escalofríos recorren mi espalda cuando me encuentro con esa escena. ¿Pero qué puedo hacer?

Mi casa queda por ese camino. Tal vez sea en mi curiosidad, o mi naturaleza igual de

melancólica la que evita que busque otra manera de volver a casa. A pesar de todo, he de

admitir que aquel lugar llamaba demasiado mi atención, al punto de no dejar de darle vueltas

en mi cabeza al asunto, imaginando y creando teorías absurdas sobre lo que ocurría en aquel

bar y sobre sus extraños clientes. Mi intriga casi rozaba con la obsesión.

    Una tarde, luego de salir de mi extenuante y aburrido trabajo, decidí terminar con esto de una

vez por todas. Caminé lo más rápido que pude esperando llegar antes de que abriera el bar,

intentar mezclarme con los demás clientes y entrar en el local como si fuera uno de ellos.

Para mi decepción el bar ya estaba abierto cuando llegué al lugar, daba la sensación de que el

dueño sabía que vendría y había decidido abrir antes. Era una noche sin luna, y en una calle

donde al parecer los faroles brillaban por su ausencia la única luz presente era la de ese único

edificio. Sus brillantes luces de neón rojo que formaban la palabra “abierto” me llamaban.

Necesité de toda mi fuerza de voluntad para que mis piernas no se movieran por su cuenta. Si

alguien pasara por esa calle desierta, se encontraría con la extraña y ridícula imagen de un

hombre inmóvil e indeciso, mirando fijamente el edificio al que deseaba entrar pero no se

atrevía. Sentí que estuve así toda una eternidad. La duda me carcomía y me molestaba.

    Finalmente decidí dejarlo estar y continué con mi camino a casa, pero de la nada un anciano

apareció, su cara estaba demacrada y parecía que cargara el peso del mundo y del tiempo en

su espalda. Se detuvo a mi lado y me miró como si me conociera de toda la vida y al mismo

tiempo como si fuera un completo desconocido, luego cruzó la calle y entró en el bar. Nada

en la vida me había perturbado tanto como aquel hombre, pero fue el impulso que necesitaba

para que finalmente pudiera entrar en el local. Crucé la calle siguiendo al anciano, me detuve

justo frente a la puerta, respiré profundamente y entré.

    Ni por asomo esperaba encontrarme con lo que vi en aquel lugar. Intentaré describirlo lo

mejor que pueda:

    El ambiente estaba animado, como cualquier bar concurrido común y corriente, pero no había

nada de normal aquí. Las bebidas estaban servidas pero intactas, nadie bebía ni se fijaba en

los vasos llenos de cerveza o de cualquier otro licor. Tampoco había empleados, las únicas

personas presentes eran los clientes, protagonistas de la parte más extraña del conjunto de

peculiaridades de aquel lugar. Cada uno de ellos estaba acompañado de desconocidos que no

se encontraban con ellos cuando entraron; lo sé porque los conocía a todos, había

memorizado sus rostros luego de pasar tantas veces por esa calle.

    En la barra, un hombre charlaba con una mujer mientras se sujetaban de la mano, él hablaba

sin cesar, contándole sobre su día, sus pensamientos y planes mientras ella le escuchaba

atentamente mirándole cariño. Justo a su lado, otro hombre se encontraba rodeado de mujeres

hermosas y despampanantes y sujetos que reían sin parar de sus frívolos comentarios,

gritando que les invitaría tragos a todos pero nadie en el lugar le escuchaba. También vi a un

grupo de amigos que rodeaban a uno de los suyos, este recibía toda la atención mientras

hablaban y bromeaban.

    En las mesas vi como una mujer les enseñaba un álbum de fotos a dos señores mayores, estos

sonreían satisfechos al pasar las páginas, señalaban alguna de las fotografías y ella les

contaba anécdotas sobre cómo ocurrieron aquellos eventos, para luego ser inmortalizados

para siempre en una imagen estática. En la siguiente mesa, una pareja rodeaba a un niño

mientras le hacían mimos y le daban dulces. El chico les veía y les preguntaba por qué

lloraban, a lo que ellos respondían con más cariños y abrazos.

    El bar estaba lleno de escenas así, personas que entraban solas pero ahora se encontraban

acompañadas. Incompletas y vacías hasta el momento que cruzaron la puerta de entrada.

Seguí caminando sin que nadie se preocupara por mi presencia. Cada paso que daba me hacía

sentir más melancólico. El ambiente era de alegría, pero solo era una fina capa que

permanecía bajo otra más gruesa de tristeza y soledad. Sentimientos negativos me golpeaban

y se cernían sobre mi. Sin poder soportarlo más, decidí salir del lugar a toda prisa cuando me

encontré con el anciano de antes. Estaba sentado en una esquina, completamente solo. Miraba

fijamente una vela a punto de acabarse y en sus manos sostenía firmemente una nueva. Me

acerqué a él y sin dudar le pregunté quién era y sobre este lugar. Lentamente se fijó en mí por

unos segundos y sentí como sus ojos grises atravesaban mi alma. Volvió con la vela casi

extinta y encendió la nueva antes de que la otra apagara sus últimas llamas, y con su voz tan

vieja como el tiempo mismo me dijo lentamente:

    —Este es el bar de las ilusiones ¿qué deseas ver?.

    No entendí su respuesta. Me senté a su lado y le volví a preguntar, pero el hombre solo siguió

mirando su vela, totalmente absorto en ella. Me fijé que sus ojos estaban llorosos, y que

usaba todas sus fuerzas para no llorar. Susurró un “¿Por qué no puedo?” Se levantó

violentamente de la mesa y se marchó del bar.

Como si fuese una señal, los demás clientes dieron una larga y dolorosa despedida,

prometiendo volver y fueron abandonando el lugar uno detrás del otro. Sabiendo que ya era

hora de cerrar, salí del bar y me dirigí directamente a casa, sin fijarme que empezaba a

amanecer.

    Volví la noche siguiente, necesitaba respuestas. Esta vez me costó menos entrar, y al hacerlo

me encontré con la misma escena que la vez anterior, el mismo ambiente, los mismos

sentimientos opresivos. Busqué sin éxito al anciano, así que decidí esperarlo en la misma

mesa donde lo encontré la última vez. La vela del día anterior estaba a punto de agotarse, y

justo a su lado había una nueva sin usar. Sin pensarlo tomé la vela virgen y la encendí con la

ya moribunda llama de la otra. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero cada mesa

y la barra estaban adornadas con una vela encendida.

    Pasó el tiempo y el anciano no aparecía. Cansado de esperar, decidí irme para intentarlo de

nuevo otro día, cuando de repente un hombre desconocido se sentó frente a mi. Su rostro me

parecía familiar, casi paternal, pero no lo hallaba en mis recuerdos. Empecé a interrogarle

sobre el bar pensando que era el dueño.

    —Ya sabes que lugar es este —me dijo, su voz era calmada y tranquilizadora—. Aquí no hay

problemas, tampoco sufrimiento. Olvida lo demás y concéntrate en el ahora.

    No pude evitar sentirme frustrado ¿Por qué no podían darme una explicación clara? Exigí una

respuesta que pudiera entender, pero no la recibí. Aquel hombre solo se limitaba a calmarme

como un padre a un hijo pequeño que sufre al no comprender algo.

    Pasaron las horas y sin darme cuenta hablábamos sobre la vida, el trabajo y la rutina. Por

alguna razón había olvidado o simplemente me dejó de importar mi búsqueda de respuestas.

Volví al día siguiente y aquel hombre ya estaba esperándome, esta vez acompañado de una

mujer muy hermosa. Ella no me dio ninguna sensación de familiaridad, pero su magia era

otra; simplemente no podía dejar de mirarla. Antes de comenzar, el hombre me pidió que

cambiara la vela, a lo que obedecí sin dudar.

    Pasé toda la noche conversando con ellos, sobre todo con la mujer. Nuestra conexión fue casi

de inmediato. De nuevo mis preguntas sobre ese lugar fueron borradas de mi mente, y cada

vez me importaba menos.

    Los días pasaron y me volví un cliente más de aquel bar. Dejé de ir al trabajo. Constantemente miraba el reloj, esperando el momento de salir de casa y unirme a los demás.

    Una nueva estatua adornaba aquella calle solitaria y triste, esperando ansiosamente entrar a

ese pequeño y extraño mundo donde la realidad se deformaba a conveniencia de cada quien.

A veces mis reuniones eran con aquellos dos desconocidos que se habían vuelto muy

familiares. Otras veces nos acompañaban más personas, todas tan amigables y graciosas. Y

de vez en cuando solo me encontraba con la mujer, con quien empecé a sentir un especial

cariño.

    Finalmente entendí a los demás clientes. Afuera todo era gris, triste y oscuro, donde cada

quien vivía su desamparada y solitaria vida. Pero aquí había color y alegría. Aquí me sentía

querido, aceptado, como si estuviera en mi verdadero hogar. Ya no podía vivir sin esta bella

ilusión.

    Una noche, al entrar en el bar, me dirigí a la mesa de siempre y para mi sorpresa me encontré

con el anciano de antes. Como la vez anterior, se quedó mirando la vela moribunda y

encendió una nueva. Nadie apareció y de nuevo sus lágrimas se atoraron en sus ojos. Me miró

y pude sentir su profunda tristeza.

    —¿Por qué ya no puedo? —le dijo a nadie en particular, pero sabía que se dirigía a mí—. Ya

no puedo verla. Vengo aquí todos los días, esperando aunque sea una pequeña aparición

—sin poder contenerse más, dejó salir sus largamente retenidas lágrimas—. ¿De qué sirvió

todo esto si ya no puedo verla?.

    Sin esperar respuesta, se levantó y salió del bar, desapareciendo en la oscuridad. Me pregunté

si de verdad siempre estuvo aquí, y yo, tan embelesado en mi fantasía, nunca me di cuenta.

Me senté en la silla donde estaba el anciano y tomé una de las servilletas, garabateando

algunas cosas sin pensar. En una pequeña esquina, tan pequeña que apenas se podía

distinguir, había escrito algo recordando al anciano: “Solo es una bella mentira”. Me reí

animadamente al leerlo, no podía creer que algo como eso saliera de mí, nunca fui de escribir

frases profundas. Dejé el papel a un lado y esperé la aparición de mis amigos.

    Reíamos y conversábamos con alegría. Ella me sujetaba la mano y su cabeza permanecía

recostada en mi hombro, sentía su amor y yo no cabía en mí mismo de la felicidad. Mientras

que él nos miraba y sonreía satisfecho. Pero entonces, solo por casualidad, di un vistazo al

papel que estaba en una esquina de la mesa, ignorado como un adorno más. Esas breves

líneas me llamaron tanto la atención que no pude separar la mirada de ellas. Pensé en el

anciano, en su sufrimiento. Sentí miedo de imaginarme en la misma situación. Torturado por

la realidad de saber que una mentira era lo que me hacía feliz.

    De repente dejé de sentir el calor de la mano que me sujetaba. La cabeza que reposaba en mi

hombro era tan ligera que apenas podía notar su peso. La belleza de aquella mujer ahora me

parecía odiosa. Las personas que me rodeaban se notaban cada vez más irreales, como una

película cuyas respuestas guionizadas daban al espectador la sensación de que se dirigían a

ellos. Ya no me eran tan familiares, su naturaleza me repelía e inquietaba. No creo en

fantasmas, pero ellos eran lo más cercano que estaré de encontrarme con espíritus.

    Me levanté de la silla y tomé distancia de aquellos seres que me habían seducido, atrapado en

este mundo donde nada era real. Me percaté de la vela encendida en medio de la mesa, su

llama bailaba y parecía burlarse de mí. Me dejé llevar por los impulsos y apagué su fuego y

haciendo que desaparecieran los fantasmas.

    Aliviado, decidí huir de ese horrible bar cuanto antes, pero entonces miré a las demás

personas que se encontraban allí, esclavos de las fantasías que ellos mismos crearon. Les

grité, intenté sacarlos de sus ilusiones como pude, pero fue en vano. Yo no existía para ellos,

no podía entrar en sus mundos individuales donde la mentira era la nueva realidad.

Pensé largamente en la solución y recordé la hoja de papel. Tomé varias servilletas y escribí

las mismas líneas que me habían despertado, esperando que tuvieran el mismo resultado en

ellos. Las deposité donde pudieran verlas y les deseé lo mejor.

    Salí de ahí sintiéndome libre. Un amanecer me dio la bienvenida y el mundo ya no era tan

gris y triste. Volví a casa jurando nunca volver a ese lugar. Pero por cosas de la vida, tuve la

oportunidad de pasar por allí muchos años después. Esa calle que siempre me pareció

deprimente y solitaria ahora se notaba diferente. Personas ocupadas viviendo su vida iban y

venían. Habían más colores y la oscuridad que siempre envolvía la zona había desaparecido.

Pero lo más importante era que el bar de las ilusiones había desaparecido sin dejar rastro,

como si nunca hubiese existido tal lugar lleno de tristeza oculta en momentos efímeros de

dicha. No pude evitar preguntarme si incluso ese bar fue una gran ilusión.

La enfermedad

El final del día se acercaba cuando aquel hombre cavaba un último hoyo, y cada palada le costaba más que la anterior.

Sus brazos, musculosos y acostumbrados a cualquier trabajo que requiriera fuerza bruta, se entumecían y quejaban causando dolores punzantes, haciendole sufrir, rogando que dejara lo que estaba haciendo, tomara sus herramientas y volviera a casa a descansar, al día siguiente debía volver a su jornada de trabajo habitual y una simple enfermedad no podía (y no debía) detenerlo. Pero el hombre ignoró todo eso y continuó con su labor, era preciso que concluyera ese mismo día.

El sudor se acumulaba en su frente, sintiendo que cada gota pesaba tanto como él, y al deslizarse le quemaba la piel como si fuego liquido, para finalmente caer en el suelo con un estrépito parecido a un trueno, aturdiéndole.

«¡Que calor!» pensó, mientras tomaba un respiro.

Clavó la pala en el montículo de tierra acumulada y se enjugó la frente. Miró un cielo que se oscurecía con nubes grises, ocultando el sol.

—Pronto empezará a llover —dijo para si mismo.

Giró su mirada hacia la derecha y observó el lugar donde habían dos ligeras protuberancias en el suelo, rodeadas de hierba alta. Una era un poco más pequeña que el, mientras que la otra era la mitad de su tamaño. Montículos tan sutiles que la única forma de notar que estaban ahí, era con las dos cruces improvisadas clavadas en el suelo.

Había pasado toda la mañana cavando aquellas dos tumbas ocupadas por su esposa y su hijo, la siguiente era la suya.

—Maldita enfermedad —dijo con rabia y luego, con fuerzas renovadas, continuó su trabajo.



Las gotas de lluvia empezaban a caer cuando el hombre terminaba de cavar su propia tumba. Sus fuerzas estaban agotadas y respirar era una tarea casi imposible. Sentía su pecho en llamas.

Cada gota eran como balas que chocaban con su cuerpo y se incrustaban en su piel como alfileres. Sus piernas flaqueaban con su propio peso, como si cargaran una montaña. Sentía desvanecerse, mientras una mano helada le sujetaba firmemente el corazón.

Pero el hoyo ya estaba listo, solo debía hacer un último esfuerzo.

Se irguió, lanzó la pala tan lejos como sus últimas fuerzas le permitieron y sacó el revólver de su bolsillo. Revisó el tambor del arma, dónde una bala resplandecía en su rostro.

—Maldita enfermedad —dijo nuevamente a la nada donde se encontraba—. Los mató, yo solo les ahorre el sufrimiento, sino estarían padeciendo lo mismo que yo.

Los recordó en cama, sus rostros lleno de sufrimiento le decían que lo hiciera, que jalara el gatillo y les diera una muerte misericordiosa. Y así lo hizo, luego llevo los cuerpos al campo y los enterró. Él sabía que debía morir con ellos, no había cura y aunque existiera alguna, no la quería.

Sin pensar, apuntó el arma su sien y se preparó para dar fin a toda esta desgracia que había caído sobre él y los suyos.

Pero no fue hasta aquellos últimos momentos que su mente, atormentada por la locura, tuvo un atisbo de cordura, enseñándole la verdad de lo que había ocurrido a aquel hombre desdichado.

Pues no había enfermedad alguna, sólo la que su propia mente creó. Y lo que fue dos muertes por misericordia, se convirtió en un horrible asesinato.

Pudo ver los rostros de su esposa y su hijo deformados por el terror, escuchaba sus gritos desgarradores pidiendo ayuda con desesperación, recordó como les apuntaba, dos explosiones, y luego silencio.

Dos cuerpos sin vida que le miraban fijamente mientras una laguna de sangre les rodeaba.

Horrorizado, aquello fue la última imagen que quedo grabada en su mente y lo único que pudo ver en sus últimos instantes de vida.

Había jalado el gatillo.

El Loco

Una noche calurosa llegaba a su fin. El ruido de grillos y otros animales nocturnos era lentamente reemplazando por aves madrugadoras. Un gallo en la lejanía anunciaba el inicio de la jornada.

Carlos yacía en su cama, sopesando por última vez la decisión que había tomado. Sus ojos le pesaban, había pasado toda la noche en vela, en parte por ansiedad e indecisión.

Se levantó con mucho cuidado de no despertar a nadie, en aquella pequeña casa cualquier sonido se escuchaba tan claramente como si dispararan un cañonazo, mucho más a aquellas horas de la madrugada. Se acercó al armario, tomó su ropa con delicadeza y empezó a guardarla en una mochila vieja y gastada, se tropezó con sus zapatos en el tercer viaje al armario, quedándose completamente quieto esperando algún sonido, pero lo único que escuchaba (o al menos tenía la sensación) era a su corazón acelerado, respiró profundamente y siguió con lo suyo.

Al terminar con la ropa, continuó con los demás efectos personales. Billetera, dinero, una foto familiar, incluso un libro que no leía, pero que siempre llevaba a todos sitios. Se aseguró de que no faltase nada, y tomó el fajo de billetes contándolo tres veces, siempre con la sensación de que le faltaba dinero. Tomó los billetes con rabia y los guardó en la billetera, no tenía tiempo que perder y ya no podía averiguar quién le había robado.

Luego se vistió en silencio, recogió sus cosas y se puso la mochila, sorprendiéndose de lo ligera que era. Salió de su habitación, se aseguró de que no había nadie, tomó las llaves de la pequeña y rústica mesa que estaba en la sala, y se dirigió a la salida, golpeando accidentalmente con la mano un mazo de cartas del tarot que estaban junto a las llaves. Las cartas volaron, cayendo suave y silenciosamente en el suelo, todas boca arriba, enseñando sus vistosos diseños.

Pero Carlos no notó nada de eso, y tampoco le importaba. Se dirigió a la salida, metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta con nerviosismo. Cada vez que giraba la llave, era como un escopetazo que resonaba en la casa (o al menos así le parecía a él).

El viento frío de la madrugada le acarició el rostro al salir. Los rayos del sol empezaban a aparecer por el horizonte. Carlos se quedó mirando un rato el paisaje. Temblaba y le costaba dar el primer paso. Acarició a su perro, que se había acercado soñoliento para saludarle. Si el can pudiera hablar, le preguntaría a su amo que hacía despierto tan temprano.

Carlos respiró hondo y dejó que el aire mañanero llenara sus pulmones, volvió a mirar al horizonte y empezó a caminar.

No notó que su perro le había mordido el trasero, como si tratara de detenerle, rompiendole el pantalón, y que después de un momento de indecisión, decidió seguirle en su viaje.

El ascenso del señor de sangre

Fantasía/Tragedia


La profecía era clara: "llegará la oscuridad y lo engullirá todo. Los reyes caerán junto con sus suntuosos reinos. Sangre inocente será derramada y de entre los mortales nacerá un nuevo señor de la oscuridad".

Le habían enseñado desde pequeño a respetar las leyendas de su pueblo. Pero no podía permitir que esto pasara. Era inconcebible para él darle la espalda a su gente y dejarlos morir, solo por obedecer las palabras de un libro escrito hace cientos de años atrás, por un anciano decrépito. No dejaría que su reino cayera en la oscuridad, y mucho menos, permitiría que un simple mortal destruyera lo que sus ancestros construyeron con tanto esfuerzo y sacrificio.

Pero el día había llegado, los esbirros del caos causaban estragos a lo largo y ancho del reino. Los días eran mas cortos, las noches más largas y oscuras. La oscuridad se acercaba y solo él podía enfrentarla y salvar, no solo a su reino sino a la humanidad entera. Era su destino ser un salvador, un digno rey, una leyenda. 

Toda su vida se había entrenado para este momento, su mente de líder y su habilidad con la espada eran inigualables.

—Será un digo rey —decían—. Derrotará a quien se atreva a enfrentarlo y nos guiará a una nueva grandiosa era.


Su partida no fue como él esperaba: Mujeres con niños pequeños en brazos, lloraban desconsoladamente e imploraban que les devolvieran sus esposos. Otras solo miraban tristemente la partida de sus amados hijos, con la certeza de que no los volverían a ver. Hombres y ancianos le maldecían y condenaban su misión al fracaso. Incluso su padre, el rey, le había dado la espalda. Hizo caso omiso a todo eso, sabia lo que debía hacer y sin importarle lo que pensaran los demas, reunió un puñado de hombres y junto con sus dos caballeros con los que creció y luchó en innumerables batallas, decidió dirigirse hacia el origen de la oscuridad.

Marchó durante días por tierras baldías y carentes de vida hasta llegar a su objetivo. Una cueva oscura de tamaño gigantesco, donde demonios salidos del mismísimo averno se preparaban para la llegada de su señor. El cielo estaba cubierto de nubes tan oscuras que daba la impresión de que era de noche. El aire olía a ceniza y podredumbre. La tierra era tan negra que parecía quemada. Los arboles que aún se mantenían en pie estaban podridos, desde su interior manaba una sustancia nauseabunda de aspecto viscoso. Jamás en su vida había visto un panorama tan horripilante, y supo que esto sucedería en todos lados si no lo detenía de una vez por todas. Volteó su mirada hacia atrás, alegrandose al ver a sus tropas preparadas para la batalla, sabían perfectamente a que habían venido, salvarían su pueblo de las garras de la oscuridad y volverían a casa como héroes. Se hinchó de orgullo por luchar junto a tan valientes hombres. Rezó una plegaria a sus dioses rogando protección. Pidió prestada la fuerza de sus antepasados para que lo guiaran a la victoria, y junto con su valiente ejército cargó contra sus enemigos.


¿Por cuanto tiempo había luchado? ¿minutos? ¿horas? ¿días?. Podía sentir como su cuerpo perdía fuerzas con cada enfrentamiento. Su brazo no respondía con la misma rapidez y su golpe cada vez era más débil. La sangre mezclada con el sudor le empañaba la vista, mientras el dolor al intentar respirar se mezclaba el de las heridas, causándole un increíble sufrimiento.

El ejército de demonios parecía no tener fin. Por cada uno que moría, otros dos ocupaban su lugar. Siguió luchando sin percatarse que se había separado de sus hombres, y que además, estaba rodeado de enemigos. Su único objetivo era eliminar a su enemigo sin importarle siquiera su propia vida. 

Luchaba con una ira ciega. Mataba a quien estuviera frente a el, sin poder distinguir entre amigo o enemigo. Su espada, teñida completamente de sangre demoníaca, oscilaba sin parar de un lado a otro decapitando, mutilando, atravesando, sin molestarse en su defensa. Había perdido el control de su cuerpo y mente. Hasta que sintió un fuerte golpe en la cabeza que lo hizo trastabillar, sacándolo de su locura ciega. Desorientado, miró hacia todos lados sin saber donde se encontraba. Notó una luz rojiza y supo que era fuego que venía desde una abertura al fondo de la cueva. Esta aumentaba su brillo a medida que los demonios salían por miles del mimo agujero infernal. Miró hacia atrás con la esperanza de ver a sus hombres aún con vida, y se alegró al verlos luchar con ímpetu mientras intentaban acercarse a su líder. Se extrañó al ver que solo estaba uno de sus dos caballeros y que blandía su espada sin control y con ira, intentando acercarse a su objetivo, mientras gritaba injurias y maldiciones con los ojos derramando lágrimas. Temiendo lo peor, miró hacia el mismo lugar a donde se dirigía su amigo con tanta desesperación, y vio con horror como a su otro caballero, aquel con el que había crecido y luchado en tantas batallas, le era arrancada la cabeza sin esfuerzo alguno por un demonio gigantesco, para luego ser alzada como un trofeo de guerra.

Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras el cuerpo sin vida de su amigo era lanzado lejos. Tantas batallas, tantos peligros que superaron juntos, tantos enemigos dispuestos a matarlos a ambos. Nada de eso importaba, había muerto de una manera horrible y sin honor gracias a un monstruo, una bestia que no debería existir. Pero ahí estaba, mostrando su trofeo a sus semejantes. La ira lo consumía, debía vengar la muerte de su amigo aunque le costara la vida. Sentía como una fuerza desconocida lo inundaba y unas voces le hablaban en un idioma desconocido para él. Su vista se volvió roja como la sangre, su ira aumentaba a la par de sus ansias de matar, dejó de sentir cansancio o dolor, y su conciencia era ahogada por algo oscuro que dominaba todo su cuerpo y mente. Tenia sed de sangre y pronto seria saciada con la muerte de sus enemigos.


Para él todos eran fantasmas. El mundo era gris y sombrío. No había luz ni oscuridad, solo caos. Vio tierras distantes siendo quemadas hasta quedar en cenizas. Observó gente morir mientras eran sacrificadas en un demoníaco culto sangriento. Vio un hombre sentado en un trono de cráneos y huesos. Como se arrodillaban ante él mientras a su espalda, se elevaba una montaña de los cadáveres de numerosos reyes derrotados. Su corona estaba hecha con las de los monarcas caídos. Su espada estaba manchada con sangre de inocentes y en sus ojos solo había muerte y oscuridad.

—Soy el señor de la muerte —dijo a sus súbditos—. Soy el señor de sangre.

Corrió con todas sus fuerzas al ver tan horrible espectáculo, miró hacia atrás pero no se alejaba de la escena. El miedo se apoderó de él y temía morir en aquel lugar. Miró nuevamente atrás, pero la visión había desaparecido, en cambio los colores volvían al mundo mientras veía su hogar. Vio a su madre reír alegremente y sin preocupaciones, también estaba su hermano mayor que jugaba con su pequeña hermana, y su padre hablaba despreocupadamente con un caballero que reconoció de inmediato: era su amigo. Sintió el presentimiento de que algo horrible le había pasado pero no lo recordaba. Creyó que era su imaginación y se extrañó al sentir lágrimas recorrer por sus mejillas, las enjugó de inmediato y se acercó alegremente a su familia como si nada hubiese pasado, sin escuchar un pequeño susurro en el viento que decía «eres mio».


El capitán había presenciado la muerte de su hermano, y ahora veía como su amigo y señor era rodeado de enemigos. Extrañamente ningún enemigo lo atacaba, solo se limitaban a observarlo con precaución. Sabía que su deber estaba por encima de su sed de venganza y que su hermano haría lo mismo en su lugar. Reunió a sus hombres y con un grito de batalla cargó contra los demonios

Luchó con todas sus fuerzas mientras se acercaba a su objetivo, debía rescatarlo. La batalla estaba perdida y solo podían retirarse y defender su reino valientemente en su tierra. La venganza también quedaría pospuesta, pero juró que mataría a ese monstruo cuando se volvieran a ver, lo castigaría por lo que le hizo a su querido hermano. Notó que algo andaba mal, los demonios no se defendían ni mostraban las ansias asesinas de matar momentos antes, solo se limitaban a mirar al líder enemigo. Con un mal presentimiento se acercó a su señor y notó que este sonreía.

—¿Mi señor? —dijo acercándose cautelosamente—.. ¿por qué han dejado de luchar? ¿que esta...? —no pudo terminar de decir la oración, cuando sintió un dolor agudo en su pecho. Bajó la mirada y con asombro vio la espada de su líder clavada justo en su pecho. Se dejó caer de rodillas y no pudo preguntar la razón, cuando la misma espada que le pertenecía a quien consideraba su mejor amigo, le separó la cabeza del cuerpo en un corte limpio. En ese momento los demonios que antes estaban quietos, volvieron a su antigua naturaleza violenta y sin piedad alguna, masacraron a los soldados sobrevivientes mientras aquel que alguna vez fue el príncipe de Yorim se deleitaba observando una escena tan sangrienta.

Y así, en su intento de salvar a su pueblo y cambiar la historia. El príncipe se convirtió en aquel señor oscuro que decía la profecía, condenando la humanidad a una época de oscuridad y muerte.

Tocan la puerta

Terror

Toc... Toc... Toc.

Tocan tu puerta, y no es la primera vez que ocurre. Todas las noches a la misma hora, tu invitado desea entrar a tu habitación, llamando con aquella lenta pero insistente manera, hasta que repentinamente deja de hacerlo. Dejándote extrañado y un poco aterrado.

El día que te mudaste, te despertase sin saber que era ese sonido, pero tus instintos te pedían a gritos que no investigaras, que te quedaras acurrucado en tu cama y esperaras a que cesara el golpeteo.

Al principio no le diste importancia, solo era un ruido extraño en la casa. Por la mañana buscarías la causa del sonido, encontrarías una manera de acabar con la molestia ¡y listo! Problema resuelto.

Pero al día siguiente te diste cuenta de que no había nada en la casa o sus alrededores que causaran esos golpes.

¿Las ramas de un árbol? No había ninguno lo suficientemente cerca para causar esos sonidos.

¿Tal vez una tubería en mal estado? Tampoco, revisaste los planos de la casa. Ninguna tubería pasaba cerca de tu habitación.

¿Entonces que sería? La única explicación es alguna rata o cualquier otra plaga. Pero en tu interior, sabes que tampoco es eso.

Le das vueltas al asunto hasta que cansado, solo lo dejas estar.

Toc.. Toc... Toc.

Pero el ruido sigue ahí. Todas las noches, a la misma hora. Torturandote, volviendote loco. Gritas que pare, suplicando. Pero no te hace caso, solo sigue insistiendo.

Te enfadas, le insultas, te sientas en la cama con intenciones de levantarte, pero sólo llegas hasta ahí. Queriendo abrir la puerta, pero sin poder, debido al miedo de encontrarte con quién sabe qué.

Finalmente te vuelves a acostar y esperas a que el visitante (porque así decidiste llamarlo) se canse y se marche.

Toc... Toc... Toc... Toc.

Pero esta vez no se marcha, sigue pidiendo entrar. Un escalofrío recorre tu espalda. Empiezas a temblar.

«esta vez no se irá» piensas, y tu angustia crece.

¿Que querrá? ¿Porqué no te deja en paz? ¿¡Que demonios quiere!? ¿Que pasará si abres la puerta? Esas preguntas recorren tu cabeza. Si alguna vez tuviste sueño, eso quedó en el pasado. Ahora estás tan despierto como si fuera mediodía.

La oscuridad te sofoca, sientes que tiene vida propia y que todas las criaturas nocturnas están en tu habitación, vigilandote, acechando, esperando el momento justo para atacarte y arrastrarte a las oscuras tinieblas de donde provienen, donde la luz no llega y no llegará jamás.

Te sientes acorralado, quieres huir. La parte lógica de tu mente trata de decirte lo tonto que te ves actuando de esa manera. Te reta a que enciendas la luz y veas que no hay nadie ahí. Pero no puedes, no eres capaz. Ya no hay lógica que valga cuando estás muerto de miedo. Y en medio de todo eso, están esos malditos golpes.

Toc... Toc... Toc.

Dejas escapar una risa nerviosa. Te imaginas abriendo la puerta y no encontrar nada, solo oscuridad. Pero al darte vuela, te encuentras con una mujer pequeña y encorvada, con cabellos largos y gruesos cubriendo su rostro, haciendo unos extraños sonidos guturales. Ambos se miran por unos instantes, hasta que súbitamente la mujer se lanza hacia ti. Llevándote a una horrible muerte, sin darte tiempo de gritar al menos.

Te ríes con mayor fuerza al imaginar tan absurda escena, sacada de alguna película barata de terror.

Toc... Toc... Toc.

Los golpes interrumpen tu risa, devolviendote a la realidad. Te acurrucas más en tu cama, mirando directamente hacia la puerta. Estás en el límite de la locura y el miedo tiene total control sobre tí.

Estás tan aterrado que no sientes que el ruido no proviene de la puerta, si no debajo de tu cama.

Tampoco te percatas una larga y huesuda mano acercándose a tí, mientras te distrae con el ruido, esperando al último golpe para tomarte.

No notas que la pausa entre los golpes es cada vez más grande y que pronto acabará.

Toc... Toc..... Toc....... Toc.......

El hospital

Drama/Sobrenatural.

Cuando Kannazuki salió de su casa, una sensación de inquietud le invadió sin razón alguna, sintiendo como el sudor frío recorría su espalda. Respiró profundamente y agitó la cabeza para despejarse. Dio los buenos días a su vecino, que salía de su casa para realizar la acostumbrada jornada laboral, y al igual que muchos otros; consumir sus vidas en aquella rutina sin sentido y cumplir su papel en la sociedad.

Kannazuki suspiró aliviado, aunque con un poco de nostalgia. Se había jubilado (o mejor dicho, le obligaron a jubilarse) y sus como empleado corporativo habían acabado. La rutina de su casa a la oficina había cambiado y ahora solo se quedaba en casa, viendo el tiempo pasar mientras esperaba lo que él llamaba "su segunda jubilación".

Pero hoy no. Hoy debía ir al hospital y visitar a su esposa, consumida por el cáncer.

Sin esperar un segundo más, Kannazuki se apresuró hasta la estación de autobuses más cercana. Quería llegar temprano, pero sabía que no podría usar el metro. No en la mañana, no con aquella masa de gente igual de apresuradas por llegar a tiempo a su destino. El hospital quedaba un poco lejos y debía tomar dos autobuses para llegar.


Aunque existían otros hospitales y clínicas más cercanas, Kannazuki eligió aquel lejano y antiguo edificio dedicado a la salud publica porque según su opinión (y la recomendación de varios amigos) era la mejor.

Mientras esperaba el autobús, una mujer acompañada de su hijo pasaron frente a él, colocándose a su lado en la fila para esperar el autobús. El niño estaba vestido con su uniforme de preescolar, lo que hizo que Kannazuki pensara en sus hijos, entristeciéndose. Después de todo, ninguno de sus dos hijos había visitado a su madre desde que fue internada.

Kannazuki deseaba hablar con ellos, saber como estaban y preguntarles la razón por la cual habían abandonado a la mujer que les dio la vida.

Pero no podía. Su hijo mayor, aunque vivía en Japón, era más el tiempo que pasaba viajando por negocios, que el que estaba en casa. Y su hijo menor, se había matriculado en una universidad en el extranjero y apenas sabia algo de él.

La rabia lo embargó. Respiró profundamente y dejó que sus sentimientos volvieran a la normalidad. Poco a poco se fue tranquilizando, hasta que el niño, intentado contar los números, confundió el cuatro con muerte, haciendo que Kannazuki sintiera escalofríos.

Su madre no lo escuchó. Estaba absorta en su teléfono inteligente, sonriendo por quien sabe que tontería publicada en una de las muchas redes sociales existentes, o conversando con algún amigo, quizás. Aunque a decir verdad, a Kannazuki no le importaba. Solo esperaba que al menos en la escuela el niño aprendiera los números de manera correcta.

Kannazuki pensó en corregir al niño, pero en ese momento, el autobús se asomaba por la esquina de la calle y se acercaba rápidamente, para luego recoger a los pasajeros y continuar con su recorrido.

Kannazuki se sintió extrañado. Generalmente a aquella hora siempre pasaba el mismo autobús (lo sabía porque memorizó el serial de la matricula) conducido por el mismo chófer.

Pero esta vez era diferente, era otro autobús y otro conductor.

A Kannazuki le pareció extraño, pero no le dio mucha importancia. Estrechó los hombros, esperando a que se detuviera el vehículo. Al abrirse las puertas, la mujer y el niño entraron primero, adelantándose y haciendo que se sintiera indignado. Furioso, se subió en bus, dirigiéndose al hospital y visitar a su esposa. 


El cielo amenazaba con lluvia cuando Kannazuki llegó al hospital, lo que hizo que maldijera para sus adentros por no haber traído un paraguas.

El edificio, ubicado detrás de una colina, alejado de el bullicio y el caos de la ciudad, llevaba medio siglo en funcionamiento. Lo habían remodelado a tal punto que no se notaba su antigüedad.

Kannazuki detestaba Tokio, prefería mas bien la tranquilidad del campo donde creció y donde (según él) la paz era palpable.

Jamas logró acostumbrarse a aquella jungla de acero y cemento, ni siquiera luego de vivir por más de 30 años en ella. Incluso decía que al retirarse volvería al campo, pero en cambio, compro una casa en los suburbios y mientras envejecía, su idea de mudarse se hizo cada vez más y más lejana.

Kannazuki se preparó para iniciar su caminata ya que la subida lo cansaba, pero al llegar a la cima de la colina, apenas si sintió cansancio (algo que le pareció muy extraño) después de todo, el no se ejercitaba y su resistencia era igual (o incluso menos) que la última vez que subió aquella loma.

«Hoy es un día extraño» pensó, mientras se acercaba al hospital.

Atravesó la entrada y saludó a las enfermeras del recibidor como de costumbre, pero estas 
actuaban como si no notaran su presencia, teniendo una charla ociosa.

Kannazuki se encogió de hombros y siguió su camino hasta la habitación donde su esposa se encontraba.

Subió por las escaleras hasta el piso tres, no usaba el ascensor debido a su claustrofobia. Conocía el camino de memoria, después de todo lo recorría casi todos los días. Caminó recto y cruzó por dos esquinas hasta que finalmente, divisó la puerta de la habitación.

Siempre se sentía ansioso al ver aquella puerta, ver a su esposa acostada y darle los buenos días. Sin darse cuenta, Kannazuki aceleró el paso y abrió la puerta súbitamente, olvidando tocar primero. Incluso, no había notado que en la puerta el nombre del paciente no era el de su esposa.

Era el suyo.

Kannazuki se sorprendió al verse a si mismo acostado en aquella cama, su rostro estaba demacrado por la enfermedad y a simple vista se notaba que agonizaba.

Muchas preguntas invadieron le invadieron ¿cómo podía estar él acostado en la cama? ¿Donde estaba su esposa? ¿Que significaba todo esto?.Quiso acercarse y preguntar, pero sus pies no se movían de su sitio.

Pero entonces aquel anciano enfermo, acosado por la enfermedad, abrió los ojos.

Y en ese momento, Kannazuki finalmente comprendió lo que ocurría...

El último rey de Yorim

Fantasía/Tragedia.

Los buitres se alzaban en la planicie que sería el campo de batalla. Los soldados, preparados para este momento se miraban los unos a los otros, y con nerviosismo observaban la gran masa negra que se extendía por todo el horizonte.

«Aquí vienen» pensó el rey mientras observaba a su viejo corcel con el que luchó en incontables batallas, dirigiéndole a gloriosas victorias.

—envejecimos, viejo amigo —le dijo al animal y éste meneó la cabeza, como si entendiera lo que dijo.

El rey sonrió con tristeza y le acarició suavemente el lomo. Aspiró profundamente y dejó que el aire fresco de la mañana le llenara los pulmones. Desenvainó la espada y la miró mientras tocaba con delicadeza la hoja. Sintió el frío del metal y recordó el día que su padre se la entregó como regalo. Rememoró el juramento que hizo de proteger su reino y su gente con ella.

¿Cuántas vidas había acabado, empuñando esa vieja espada? ¿Cuantos hombres ansiosos de poder nombró con ostentosos títulos? Nada de eso importaba. Solo eran recuerdos inútiles que invadían la mente de un anciano. Desterró todos esos pensamientos y se concentró en cumplir por última vez su reino.

El destino de los hombres es morir y el deseaba hacerlo como en aquellas historias que tanto le gustaban de niño, donde los héroes se enfrentaban por última vez contra la oscuridad, luchando valerosamente hasta la muerte, aun sabiendo que no alcanzarían la victoria. Él deseaba realizar una proeza que igualase a aquellas leyendas. Si no podía alcanzar la inmortalidad física, entonces que su nombre resonara en los anales de la historia por toda la eternidad con su última hazaña, su momento de gloria final defendiendo a su país, a su gente y a su reino.

—Al fin me reuniré contigo —susurró. Dirigió su mirada al cielo, que se oscurecía cada vez más y el doloroso recuerdo de su amada floreció en su mente. No pudo evitar sonreír al recordar el día que la conoció, quedando anonadado por su belleza. Pensó en su hermosa sonrisa, sus cabellos rizados y su piel blanca como la nieve. En todos sus paseos juntos por los salones y los jardines del palacio, las palabras llenas de cariño, los besos apasionados y los momentos en el que el rey le demostraba todo el amor que sentía por su reina, porque el cielo sabe que la amaba con todo su ser.

Lágrimas empezaron a caer por su rostro al recordar la muerte de sus seres queridos. Su primogénito a manos del enemigo, años después la de su amada hija por la enfermedad y finalmente su reina, que murió al dar a luz a su tercer hijo.

—¿Donde estas hijo mio? —se preguntó. Ya hacía mucho que el heredero había partido a tierras lejanas en búsqueda de lo desconocido, para nunca volver. Todos creían que había muerto, pero el rey no, en el fondo de su corazón él sabía que estaba vivo y que volvería a verlo algún día.


Nubes negras se elevaban sobre ellos, ocultando el sol y cubriendo la tierra de oscuridad. Gotas de lluvia empezaban a caer y el cielo rugía, escupiendo rayos que cegaban la vista y donde caían, dejaban cráteres de tierra quemada.

El rey observó a todos y a cada uno de los combatientes enemigos. Algunos usaban espadas, mientras que otros portaban cimitarras o hachas tan grandes que podían partir a un hombre por la mitad. Ojos inyectados en sangre observaban a sus contrincantes con una ira ciega y primitiva. Sus armas y armaduras estaban manchadas del liquido carmesí.

Eran mas bestias que hombres y todo rastro de humanidad había desaparecido o estaba encerrada en lo mas profundo de su ser. En sus mentes solo había locura. Al fondo de aquella masa de seres sedientos de sangre, montado el caballo más grande que se haya visto, se encontraba un hombre (o tal vez un demonio) portando una armadura monumental que irradiaba oscuridad. Su casco ocultaba su rostro y cargaba un arco gigante a la espalda, además de una espada que reflejaba la luz del sol a kilómetros de distancia, aunque el astro estaba oculto por densas nubes.

Aquel ser imponente también estudiaba a sus enemigos y cuando posó la mirada en su líder, el rey sintió la maldad de su mirada.

—Tu rostro, quiero ver la cara de mi último contrincante —dijo el rey, teniendo la certeza de que su enemigo lo escuchaba. Un pensamiento que no era suyo lo invadió por completo e hizo eco en su mente: «aún no es el momento» escuchó en su interior.
Se volvió para mirar a sus hombres y notó que ellos lo observaban. No había necesidad de discurso, las palabras no tenían cabida y solo sería desperdiciar saliva. Todos habían aceptado su destino y estaban preparados para el fin. Solo quedaba dar la señal y la espera terminaría.

El rey tomó un largo respiro llenando sus pulmones al máximo. Miró al cielo por última vez y se lanzó al ataque con un largo y profundo grito de batalla que se escuchó por todo el campo de batalla.

—¡Por Yorim! —gritó el rey con todas sus fuerzas junto con sus fieles soldados que lo siguieron hasta el fin, hasta la gloria, hasta la muerte.


Todos cayeron, no quedó ni uno con vida. Murieron valientemente en el campo de batalla. El rey luchó hasta el final, acabando con todo aquel que se atreviera a cruzarse en su camino, sin que nadie lo detuviera. Su habilidad por años de experiencia vencía ante los espadachines mas habilidosos del ejercito enemigo. El rey se sintió joven de nuevo y eso lo llenó de euforia. Sus huesos viejos y cansados recuperaban sus fuerzas con cada ataque, mientras se acercaba cada vez mas a el líder enemigo.

Sabia que era imposible, pero por alguna razón que no entendía, deseaba morir lo mas cerca posible de aquel caballero oscuro. Quería saber quien estaba bajo aquel yelmo y ver el rostro de su vencedor.

Ya había hecho suficiente, no había nada más que demostrar. Sólo tenia que dejar de luchar y todo habría acabado, pero no podía. Sus brazos se movían por cuenta propia y sus pies lo obligaban a seguir avanzando sin parar, hasta estar lo mas cerca posible de su objetivo. Pero su frenética lucha acabó súbitamente cuando sus fuerzas empezaron a flaquear.

Exhausto, notó que sus enemigos lo rodeaban, manteniendo una distancia prudencial. No le dio tiempo de preguntarse por qué esa actitud tan extraña, cuando sintió el dolor punzante de una flecha disparada por el caballero negro, impactándole en el pecho y haciéndole caer. Esperó el impactó al caer al suelo, pero unas cálidas manos lo sostuvieron y evitaron el golpe. Abrió los ojos y notó que inexplicablemente estaba en brazos del caballero negro.

—Tú fuiste el ultimo —dijo mientras sentía como la vida se le escapa del cuerpo—. Tú lograste lo que nadie pudo realizar. Mataste al último rey de Yorim. Mis tierras, mi gente, mi hijo…

El caballero no dijo nada, solo escuchaba al anciano moribundo en silencio, sin interrumpirle. Hasta que se quitó el yelmo, mostrando el rostro del hijo perdido del rey.
—Hijo... Sigues con vida —dijo el rey con sus ultimas fuerzas.
—Sí padre, sigo vivo —afirmó con pesar—. Vengo a destruir tu reino. Traigo la muerte y el caos conmigo. No habrán historias sobre tu sacrificio. Te reunirás con tu amada esposa y tus querido hijos sabiendo que fallaste. No luches, deja que la vida abandone tu cuerpo.

Pero el rey no lo había escuchado. Murió con una sonrisa, sabiendo que su hijo vivía y que por fin se reuniría con su amada en el mas allá.

Cuervo negro

El bar de las ilusiones

   Cada noche a la misma hora, abre aquel misterioso bar tan popular de la ciudad. Suelo salir muy tarde del trabajo, y para volver a casa d...