Cada noche a la misma hora, abre aquel misterioso bar tan popular de la ciudad. Suelo salir
muy tarde del trabajo, y para volver a casa debo cruzar esa calle triste, solitaria y oscura
donde se encuentra el local, cuyas grandes luces de neón forman la palabra “bar”, iluminando
la zona con su fuerte y seductor color rojo, igual a una farola atrayendo polillas. El bar está en
completo silencio, da la sensación de estar vacío, pero no es así, está tan lleno como siempre.
En la tarde, horas antes de abrir, sus leales clientes esperan con una inquietante paciencia,
separados los uno de los otros. No entablan conversación, ni siquiera entre los grupos o las
parejas. Siempre están con la atenta y expectante mirada en el bar, esperando que encienda la
señal de “abierto”. Me los encuentro cuando logro salir temprano del trabajo, siempre de pie
e inmóviles, como melancólicas estatuas que adornan una calle igual de deprimente.
Escalofríos recorren mi espalda cuando me encuentro con esa escena. ¿Pero qué puedo hacer?
Mi casa queda por ese camino. Tal vez sea en mi curiosidad, o mi naturaleza igual de
melancólica la que evita que busque otra manera de volver a casa. A pesar de todo, he de
admitir que aquel lugar llamaba demasiado mi atención, al punto de no dejar de darle vueltas
en mi cabeza al asunto, imaginando y creando teorías absurdas sobre lo que ocurría en aquel
bar y sobre sus extraños clientes. Mi intriga casi rozaba con la obsesión.
Una tarde, luego de salir de mi extenuante y aburrido trabajo, decidí terminar con esto de una
vez por todas. Caminé lo más rápido que pude esperando llegar antes de que abriera el bar,
intentar mezclarme con los demás clientes y entrar en el local como si fuera uno de ellos.
Para mi decepción el bar ya estaba abierto cuando llegué al lugar, daba la sensación de que el
dueño sabía que vendría y había decidido abrir antes. Era una noche sin luna, y en una calle
donde al parecer los faroles brillaban por su ausencia la única luz presente era la de ese único
edificio. Sus brillantes luces de neón rojo que formaban la palabra “abierto” me llamaban.
Necesité de toda mi fuerza de voluntad para que mis piernas no se movieran por su cuenta. Si
alguien pasara por esa calle desierta, se encontraría con la extraña y ridícula imagen de un
hombre inmóvil e indeciso, mirando fijamente el edificio al que deseaba entrar pero no se
atrevía. Sentí que estuve así toda una eternidad. La duda me carcomía y me molestaba.
Finalmente decidí dejarlo estar y continué con mi camino a casa, pero de la nada un anciano
apareció, su cara estaba demacrada y parecía que cargara el peso del mundo y del tiempo en
su espalda. Se detuvo a mi lado y me miró como si me conociera de toda la vida y al mismo
tiempo como si fuera un completo desconocido, luego cruzó la calle y entró en el bar. Nada
en la vida me había perturbado tanto como aquel hombre, pero fue el impulso que necesitaba
para que finalmente pudiera entrar en el local. Crucé la calle siguiendo al anciano, me detuve
justo frente a la puerta, respiré profundamente y entré.
Ni por asomo esperaba encontrarme con lo que vi en aquel lugar. Intentaré describirlo lo
mejor que pueda:
El ambiente estaba animado, como cualquier bar concurrido común y corriente, pero no había
nada de normal aquí. Las bebidas estaban servidas pero intactas, nadie bebía ni se fijaba en
los vasos llenos de cerveza o de cualquier otro licor. Tampoco había empleados, las únicas
personas presentes eran los clientes, protagonistas de la parte más extraña del conjunto de
peculiaridades de aquel lugar. Cada uno de ellos estaba acompañado de desconocidos que no
se encontraban con ellos cuando entraron; lo sé porque los conocía a todos, había
memorizado sus rostros luego de pasar tantas veces por esa calle.
En la barra, un hombre charlaba con una mujer mientras se sujetaban de la mano, él hablaba
sin cesar, contándole sobre su día, sus pensamientos y planes mientras ella le escuchaba
atentamente mirándole cariño. Justo a su lado, otro hombre se encontraba rodeado de mujeres
hermosas y despampanantes y sujetos que reían sin parar de sus frívolos comentarios,
gritando que les invitaría tragos a todos pero nadie en el lugar le escuchaba. También vi a un
grupo de amigos que rodeaban a uno de los suyos, este recibía toda la atención mientras
hablaban y bromeaban.
En las mesas vi como una mujer les enseñaba un álbum de fotos a dos señores mayores, estos
sonreían satisfechos al pasar las páginas, señalaban alguna de las fotografías y ella les
contaba anécdotas sobre cómo ocurrieron aquellos eventos, para luego ser inmortalizados
para siempre en una imagen estática. En la siguiente mesa, una pareja rodeaba a un niño
mientras le hacían mimos y le daban dulces. El chico les veía y les preguntaba por qué
lloraban, a lo que ellos respondían con más cariños y abrazos.
El bar estaba lleno de escenas así, personas que entraban solas pero ahora se encontraban
acompañadas. Incompletas y vacías hasta el momento que cruzaron la puerta de entrada.
Seguí caminando sin que nadie se preocupara por mi presencia. Cada paso que daba me hacía
sentir más melancólico. El ambiente era de alegría, pero solo era una fina capa que
permanecía bajo otra más gruesa de tristeza y soledad. Sentimientos negativos me golpeaban
y se cernían sobre mi. Sin poder soportarlo más, decidí salir del lugar a toda prisa cuando me
encontré con el anciano de antes. Estaba sentado en una esquina, completamente solo. Miraba
fijamente una vela a punto de acabarse y en sus manos sostenía firmemente una nueva. Me
acerqué a él y sin dudar le pregunté quién era y sobre este lugar. Lentamente se fijó en mí por
unos segundos y sentí como sus ojos grises atravesaban mi alma. Volvió con la vela casi
extinta y encendió la nueva antes de que la otra apagara sus últimas llamas, y con su voz tan
vieja como el tiempo mismo me dijo lentamente:
—Este es el bar de las ilusiones ¿qué deseas ver?.
No entendí su respuesta. Me senté a su lado y le volví a preguntar, pero el hombre solo siguió
mirando su vela, totalmente absorto en ella. Me fijé que sus ojos estaban llorosos, y que
usaba todas sus fuerzas para no llorar. Susurró un “¿Por qué no puedo?” Se levantó
violentamente de la mesa y se marchó del bar.
Como si fuese una señal, los demás clientes dieron una larga y dolorosa despedida,
prometiendo volver y fueron abandonando el lugar uno detrás del otro. Sabiendo que ya era
hora de cerrar, salí del bar y me dirigí directamente a casa, sin fijarme que empezaba a
amanecer.
Volví la noche siguiente, necesitaba respuestas. Esta vez me costó menos entrar, y al hacerlo
me encontré con la misma escena que la vez anterior, el mismo ambiente, los mismos
sentimientos opresivos. Busqué sin éxito al anciano, así que decidí esperarlo en la misma
mesa donde lo encontré la última vez. La vela del día anterior estaba a punto de agotarse, y
justo a su lado había una nueva sin usar. Sin pensarlo tomé la vela virgen y la encendí con la
ya moribunda llama de la otra. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero cada mesa
y la barra estaban adornadas con una vela encendida.
Pasó el tiempo y el anciano no aparecía. Cansado de esperar, decidí irme para intentarlo de
nuevo otro día, cuando de repente un hombre desconocido se sentó frente a mi. Su rostro me
parecía familiar, casi paternal, pero no lo hallaba en mis recuerdos. Empecé a interrogarle
sobre el bar pensando que era el dueño.
—Ya sabes que lugar es este —me dijo, su voz era calmada y tranquilizadora—. Aquí no hay
problemas, tampoco sufrimiento. Olvida lo demás y concéntrate en el ahora.
No pude evitar sentirme frustrado ¿Por qué no podían darme una explicación clara? Exigí una
respuesta que pudiera entender, pero no la recibí. Aquel hombre solo se limitaba a calmarme
como un padre a un hijo pequeño que sufre al no comprender algo.
Pasaron las horas y sin darme cuenta hablábamos sobre la vida, el trabajo y la rutina. Por
alguna razón había olvidado o simplemente me dejó de importar mi búsqueda de respuestas.
Volví al día siguiente y aquel hombre ya estaba esperándome, esta vez acompañado de una
mujer muy hermosa. Ella no me dio ninguna sensación de familiaridad, pero su magia era
otra; simplemente no podía dejar de mirarla. Antes de comenzar, el hombre me pidió que
cambiara la vela, a lo que obedecí sin dudar.
Pasé toda la noche conversando con ellos, sobre todo con la mujer. Nuestra conexión fue casi
de inmediato. De nuevo mis preguntas sobre ese lugar fueron borradas de mi mente, y cada
vez me importaba menos.
Los días pasaron y me volví un cliente más de aquel bar. Dejé de ir al trabajo. Constantemente miraba el reloj, esperando el momento de salir de casa y unirme a los demás.
Una nueva estatua adornaba aquella calle solitaria y triste, esperando ansiosamente entrar a
ese pequeño y extraño mundo donde la realidad se deformaba a conveniencia de cada quien.
A veces mis reuniones eran con aquellos dos desconocidos que se habían vuelto muy
familiares. Otras veces nos acompañaban más personas, todas tan amigables y graciosas. Y
de vez en cuando solo me encontraba con la mujer, con quien empecé a sentir un especial
cariño.
Finalmente entendí a los demás clientes. Afuera todo era gris, triste y oscuro, donde cada
quien vivía su desamparada y solitaria vida. Pero aquí había color y alegría. Aquí me sentía
querido, aceptado, como si estuviera en mi verdadero hogar. Ya no podía vivir sin esta bella
ilusión.
Una noche, al entrar en el bar, me dirigí a la mesa de siempre y para mi sorpresa me encontré
con el anciano de antes. Como la vez anterior, se quedó mirando la vela moribunda y
encendió una nueva. Nadie apareció y de nuevo sus lágrimas se atoraron en sus ojos. Me miró
y pude sentir su profunda tristeza.
—¿Por qué ya no puedo? —le dijo a nadie en particular, pero sabía que se dirigía a mí—. Ya
no puedo verla. Vengo aquí todos los días, esperando aunque sea una pequeña aparición
—sin poder contenerse más, dejó salir sus largamente retenidas lágrimas—. ¿De qué sirvió
todo esto si ya no puedo verla?.
Sin esperar respuesta, se levantó y salió del bar, desapareciendo en la oscuridad. Me pregunté
si de verdad siempre estuvo aquí, y yo, tan embelesado en mi fantasía, nunca me di cuenta.
Me senté en la silla donde estaba el anciano y tomé una de las servilletas, garabateando
algunas cosas sin pensar. En una pequeña esquina, tan pequeña que apenas se podía
distinguir, había escrito algo recordando al anciano: “Solo es una bella mentira”. Me reí
animadamente al leerlo, no podía creer que algo como eso saliera de mí, nunca fui de escribir
frases profundas. Dejé el papel a un lado y esperé la aparición de mis amigos.
Reíamos y conversábamos con alegría. Ella me sujetaba la mano y su cabeza permanecía
recostada en mi hombro, sentía su amor y yo no cabía en mí mismo de la felicidad. Mientras
que él nos miraba y sonreía satisfecho. Pero entonces, solo por casualidad, di un vistazo al
papel que estaba en una esquina de la mesa, ignorado como un adorno más. Esas breves
líneas me llamaron tanto la atención que no pude separar la mirada de ellas. Pensé en el
anciano, en su sufrimiento. Sentí miedo de imaginarme en la misma situación. Torturado por
la realidad de saber que una mentira era lo que me hacía feliz.
De repente dejé de sentir el calor de la mano que me sujetaba. La cabeza que reposaba en mi
hombro era tan ligera que apenas podía notar su peso. La belleza de aquella mujer ahora me
parecía odiosa. Las personas que me rodeaban se notaban cada vez más irreales, como una
película cuyas respuestas guionizadas daban al espectador la sensación de que se dirigían a
ellos. Ya no me eran tan familiares, su naturaleza me repelía e inquietaba. No creo en
fantasmas, pero ellos eran lo más cercano que estaré de encontrarme con espíritus.
Me levanté de la silla y tomé distancia de aquellos seres que me habían seducido, atrapado en
este mundo donde nada era real. Me percaté de la vela encendida en medio de la mesa, su
llama bailaba y parecía burlarse de mí. Me dejé llevar por los impulsos y apagué su fuego y
haciendo que desaparecieran los fantasmas.
Aliviado, decidí huir de ese horrible bar cuanto antes, pero entonces miré a las demás
personas que se encontraban allí, esclavos de las fantasías que ellos mismos crearon. Les
grité, intenté sacarlos de sus ilusiones como pude, pero fue en vano. Yo no existía para ellos,
no podía entrar en sus mundos individuales donde la mentira era la nueva realidad.
Pensé largamente en la solución y recordé la hoja de papel. Tomé varias servilletas y escribí
las mismas líneas que me habían despertado, esperando que tuvieran el mismo resultado en
ellos. Las deposité donde pudieran verlas y les deseé lo mejor.
Salí de ahí sintiéndome libre. Un amanecer me dio la bienvenida y el mundo ya no era tan
gris y triste. Volví a casa jurando nunca volver a ese lugar. Pero por cosas de la vida, tuve la
oportunidad de pasar por allí muchos años después. Esa calle que siempre me pareció
deprimente y solitaria ahora se notaba diferente. Personas ocupadas viviendo su vida iban y
venían. Habían más colores y la oscuridad que siempre envolvía la zona había desaparecido.
Pero lo más importante era que el bar de las ilusiones había desaparecido sin dejar rastro,
como si nunca hubiese existido tal lugar lleno de tristeza oculta en momentos efímeros de
dicha. No pude evitar preguntarme si incluso ese bar fue una gran ilusión.