El último rey de Yorim

Fantasía/Tragedia.

Los buitres se alzaban en la planicie que sería el campo de batalla. Los soldados, preparados para este momento se miraban los unos a los otros, y con nerviosismo observaban la gran masa negra que se extendía por todo el horizonte.

«Aquí vienen» pensó el rey mientras observaba a su viejo corcel con el que luchó en incontables batallas, dirigiéndole a gloriosas victorias.

—envejecimos, viejo amigo —le dijo al animal y éste meneó la cabeza, como si entendiera lo que dijo.

El rey sonrió con tristeza y le acarició suavemente el lomo. Aspiró profundamente y dejó que el aire fresco de la mañana le llenara los pulmones. Desenvainó la espada y la miró mientras tocaba con delicadeza la hoja. Sintió el frío del metal y recordó el día que su padre se la entregó como regalo. Rememoró el juramento que hizo de proteger su reino y su gente con ella.

¿Cuántas vidas había acabado, empuñando esa vieja espada? ¿Cuantos hombres ansiosos de poder nombró con ostentosos títulos? Nada de eso importaba. Solo eran recuerdos inútiles que invadían la mente de un anciano. Desterró todos esos pensamientos y se concentró en cumplir por última vez su reino.

El destino de los hombres es morir y el deseaba hacerlo como en aquellas historias que tanto le gustaban de niño, donde los héroes se enfrentaban por última vez contra la oscuridad, luchando valerosamente hasta la muerte, aun sabiendo que no alcanzarían la victoria. Él deseaba realizar una proeza que igualase a aquellas leyendas. Si no podía alcanzar la inmortalidad física, entonces que su nombre resonara en los anales de la historia por toda la eternidad con su última hazaña, su momento de gloria final defendiendo a su país, a su gente y a su reino.

—Al fin me reuniré contigo —susurró. Dirigió su mirada al cielo, que se oscurecía cada vez más y el doloroso recuerdo de su amada floreció en su mente. No pudo evitar sonreír al recordar el día que la conoció, quedando anonadado por su belleza. Pensó en su hermosa sonrisa, sus cabellos rizados y su piel blanca como la nieve. En todos sus paseos juntos por los salones y los jardines del palacio, las palabras llenas de cariño, los besos apasionados y los momentos en el que el rey le demostraba todo el amor que sentía por su reina, porque el cielo sabe que la amaba con todo su ser.

Lágrimas empezaron a caer por su rostro al recordar la muerte de sus seres queridos. Su primogénito a manos del enemigo, años después la de su amada hija por la enfermedad y finalmente su reina, que murió al dar a luz a su tercer hijo.

—¿Donde estas hijo mio? —se preguntó. Ya hacía mucho que el heredero había partido a tierras lejanas en búsqueda de lo desconocido, para nunca volver. Todos creían que había muerto, pero el rey no, en el fondo de su corazón él sabía que estaba vivo y que volvería a verlo algún día.


Nubes negras se elevaban sobre ellos, ocultando el sol y cubriendo la tierra de oscuridad. Gotas de lluvia empezaban a caer y el cielo rugía, escupiendo rayos que cegaban la vista y donde caían, dejaban cráteres de tierra quemada.

El rey observó a todos y a cada uno de los combatientes enemigos. Algunos usaban espadas, mientras que otros portaban cimitarras o hachas tan grandes que podían partir a un hombre por la mitad. Ojos inyectados en sangre observaban a sus contrincantes con una ira ciega y primitiva. Sus armas y armaduras estaban manchadas del liquido carmesí.

Eran mas bestias que hombres y todo rastro de humanidad había desaparecido o estaba encerrada en lo mas profundo de su ser. En sus mentes solo había locura. Al fondo de aquella masa de seres sedientos de sangre, montado el caballo más grande que se haya visto, se encontraba un hombre (o tal vez un demonio) portando una armadura monumental que irradiaba oscuridad. Su casco ocultaba su rostro y cargaba un arco gigante a la espalda, además de una espada que reflejaba la luz del sol a kilómetros de distancia, aunque el astro estaba oculto por densas nubes.

Aquel ser imponente también estudiaba a sus enemigos y cuando posó la mirada en su líder, el rey sintió la maldad de su mirada.

—Tu rostro, quiero ver la cara de mi último contrincante —dijo el rey, teniendo la certeza de que su enemigo lo escuchaba. Un pensamiento que no era suyo lo invadió por completo e hizo eco en su mente: «aún no es el momento» escuchó en su interior.
Se volvió para mirar a sus hombres y notó que ellos lo observaban. No había necesidad de discurso, las palabras no tenían cabida y solo sería desperdiciar saliva. Todos habían aceptado su destino y estaban preparados para el fin. Solo quedaba dar la señal y la espera terminaría.

El rey tomó un largo respiro llenando sus pulmones al máximo. Miró al cielo por última vez y se lanzó al ataque con un largo y profundo grito de batalla que se escuchó por todo el campo de batalla.

—¡Por Yorim! —gritó el rey con todas sus fuerzas junto con sus fieles soldados que lo siguieron hasta el fin, hasta la gloria, hasta la muerte.


Todos cayeron, no quedó ni uno con vida. Murieron valientemente en el campo de batalla. El rey luchó hasta el final, acabando con todo aquel que se atreviera a cruzarse en su camino, sin que nadie lo detuviera. Su habilidad por años de experiencia vencía ante los espadachines mas habilidosos del ejercito enemigo. El rey se sintió joven de nuevo y eso lo llenó de euforia. Sus huesos viejos y cansados recuperaban sus fuerzas con cada ataque, mientras se acercaba cada vez mas a el líder enemigo.

Sabia que era imposible, pero por alguna razón que no entendía, deseaba morir lo mas cerca posible de aquel caballero oscuro. Quería saber quien estaba bajo aquel yelmo y ver el rostro de su vencedor.

Ya había hecho suficiente, no había nada más que demostrar. Sólo tenia que dejar de luchar y todo habría acabado, pero no podía. Sus brazos se movían por cuenta propia y sus pies lo obligaban a seguir avanzando sin parar, hasta estar lo mas cerca posible de su objetivo. Pero su frenética lucha acabó súbitamente cuando sus fuerzas empezaron a flaquear.

Exhausto, notó que sus enemigos lo rodeaban, manteniendo una distancia prudencial. No le dio tiempo de preguntarse por qué esa actitud tan extraña, cuando sintió el dolor punzante de una flecha disparada por el caballero negro, impactándole en el pecho y haciéndole caer. Esperó el impactó al caer al suelo, pero unas cálidas manos lo sostuvieron y evitaron el golpe. Abrió los ojos y notó que inexplicablemente estaba en brazos del caballero negro.

—Tú fuiste el ultimo —dijo mientras sentía como la vida se le escapa del cuerpo—. Tú lograste lo que nadie pudo realizar. Mataste al último rey de Yorim. Mis tierras, mi gente, mi hijo…

El caballero no dijo nada, solo escuchaba al anciano moribundo en silencio, sin interrumpirle. Hasta que se quitó el yelmo, mostrando el rostro del hijo perdido del rey.
—Hijo... Sigues con vida —dijo el rey con sus ultimas fuerzas.
—Sí padre, sigo vivo —afirmó con pesar—. Vengo a destruir tu reino. Traigo la muerte y el caos conmigo. No habrán historias sobre tu sacrificio. Te reunirás con tu amada esposa y tus querido hijos sabiendo que fallaste. No luches, deja que la vida abandone tu cuerpo.

Pero el rey no lo había escuchado. Murió con una sonrisa, sabiendo que su hijo vivía y que por fin se reuniría con su amada en el mas allá.

Cuervo negro

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