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El bar de las ilusiones

   Cada noche a la misma hora, abre aquel misterioso bar tan popular de la ciudad. Suelo salir

muy tarde del trabajo, y para volver a casa debo cruzar esa calle triste, solitaria y oscura

donde se encuentra el local, cuyas grandes luces de neón forman la palabra “bar”, iluminando

la zona con su fuerte y seductor color rojo, igual a una farola atrayendo polillas. El bar está en

completo silencio, da la sensación de estar vacío, pero no es así, está tan lleno como siempre.

En la tarde, horas antes de abrir, sus leales clientes esperan con una inquietante paciencia,

separados los uno de los otros. No entablan conversación, ni siquiera entre los grupos o las

parejas. Siempre están con la atenta y expectante mirada en el bar, esperando que encienda la

señal de “abierto”. Me los encuentro cuando logro salir temprano del trabajo, siempre de pie

e inmóviles, como melancólicas estatuas que adornan una calle igual de deprimente.

    Escalofríos recorren mi espalda cuando me encuentro con esa escena. ¿Pero qué puedo hacer?

Mi casa queda por ese camino. Tal vez sea en mi curiosidad, o mi naturaleza igual de

melancólica la que evita que busque otra manera de volver a casa. A pesar de todo, he de

admitir que aquel lugar llamaba demasiado mi atención, al punto de no dejar de darle vueltas

en mi cabeza al asunto, imaginando y creando teorías absurdas sobre lo que ocurría en aquel

bar y sobre sus extraños clientes. Mi intriga casi rozaba con la obsesión.

    Una tarde, luego de salir de mi extenuante y aburrido trabajo, decidí terminar con esto de una

vez por todas. Caminé lo más rápido que pude esperando llegar antes de que abriera el bar,

intentar mezclarme con los demás clientes y entrar en el local como si fuera uno de ellos.

Para mi decepción el bar ya estaba abierto cuando llegué al lugar, daba la sensación de que el

dueño sabía que vendría y había decidido abrir antes. Era una noche sin luna, y en una calle

donde al parecer los faroles brillaban por su ausencia la única luz presente era la de ese único

edificio. Sus brillantes luces de neón rojo que formaban la palabra “abierto” me llamaban.

Necesité de toda mi fuerza de voluntad para que mis piernas no se movieran por su cuenta. Si

alguien pasara por esa calle desierta, se encontraría con la extraña y ridícula imagen de un

hombre inmóvil e indeciso, mirando fijamente el edificio al que deseaba entrar pero no se

atrevía. Sentí que estuve así toda una eternidad. La duda me carcomía y me molestaba.

    Finalmente decidí dejarlo estar y continué con mi camino a casa, pero de la nada un anciano

apareció, su cara estaba demacrada y parecía que cargara el peso del mundo y del tiempo en

su espalda. Se detuvo a mi lado y me miró como si me conociera de toda la vida y al mismo

tiempo como si fuera un completo desconocido, luego cruzó la calle y entró en el bar. Nada

en la vida me había perturbado tanto como aquel hombre, pero fue el impulso que necesitaba

para que finalmente pudiera entrar en el local. Crucé la calle siguiendo al anciano, me detuve

justo frente a la puerta, respiré profundamente y entré.

    Ni por asomo esperaba encontrarme con lo que vi en aquel lugar. Intentaré describirlo lo

mejor que pueda:

    El ambiente estaba animado, como cualquier bar concurrido común y corriente, pero no había

nada de normal aquí. Las bebidas estaban servidas pero intactas, nadie bebía ni se fijaba en

los vasos llenos de cerveza o de cualquier otro licor. Tampoco había empleados, las únicas

personas presentes eran los clientes, protagonistas de la parte más extraña del conjunto de

peculiaridades de aquel lugar. Cada uno de ellos estaba acompañado de desconocidos que no

se encontraban con ellos cuando entraron; lo sé porque los conocía a todos, había

memorizado sus rostros luego de pasar tantas veces por esa calle.

    En la barra, un hombre charlaba con una mujer mientras se sujetaban de la mano, él hablaba

sin cesar, contándole sobre su día, sus pensamientos y planes mientras ella le escuchaba

atentamente mirándole cariño. Justo a su lado, otro hombre se encontraba rodeado de mujeres

hermosas y despampanantes y sujetos que reían sin parar de sus frívolos comentarios,

gritando que les invitaría tragos a todos pero nadie en el lugar le escuchaba. También vi a un

grupo de amigos que rodeaban a uno de los suyos, este recibía toda la atención mientras

hablaban y bromeaban.

    En las mesas vi como una mujer les enseñaba un álbum de fotos a dos señores mayores, estos

sonreían satisfechos al pasar las páginas, señalaban alguna de las fotografías y ella les

contaba anécdotas sobre cómo ocurrieron aquellos eventos, para luego ser inmortalizados

para siempre en una imagen estática. En la siguiente mesa, una pareja rodeaba a un niño

mientras le hacían mimos y le daban dulces. El chico les veía y les preguntaba por qué

lloraban, a lo que ellos respondían con más cariños y abrazos.

    El bar estaba lleno de escenas así, personas que entraban solas pero ahora se encontraban

acompañadas. Incompletas y vacías hasta el momento que cruzaron la puerta de entrada.

Seguí caminando sin que nadie se preocupara por mi presencia. Cada paso que daba me hacía

sentir más melancólico. El ambiente era de alegría, pero solo era una fina capa que

permanecía bajo otra más gruesa de tristeza y soledad. Sentimientos negativos me golpeaban

y se cernían sobre mi. Sin poder soportarlo más, decidí salir del lugar a toda prisa cuando me

encontré con el anciano de antes. Estaba sentado en una esquina, completamente solo. Miraba

fijamente una vela a punto de acabarse y en sus manos sostenía firmemente una nueva. Me

acerqué a él y sin dudar le pregunté quién era y sobre este lugar. Lentamente se fijó en mí por

unos segundos y sentí como sus ojos grises atravesaban mi alma. Volvió con la vela casi

extinta y encendió la nueva antes de que la otra apagara sus últimas llamas, y con su voz tan

vieja como el tiempo mismo me dijo lentamente:

    —Este es el bar de las ilusiones ¿qué deseas ver?.

    No entendí su respuesta. Me senté a su lado y le volví a preguntar, pero el hombre solo siguió

mirando su vela, totalmente absorto en ella. Me fijé que sus ojos estaban llorosos, y que

usaba todas sus fuerzas para no llorar. Susurró un “¿Por qué no puedo?” Se levantó

violentamente de la mesa y se marchó del bar.

Como si fuese una señal, los demás clientes dieron una larga y dolorosa despedida,

prometiendo volver y fueron abandonando el lugar uno detrás del otro. Sabiendo que ya era

hora de cerrar, salí del bar y me dirigí directamente a casa, sin fijarme que empezaba a

amanecer.

    Volví la noche siguiente, necesitaba respuestas. Esta vez me costó menos entrar, y al hacerlo

me encontré con la misma escena que la vez anterior, el mismo ambiente, los mismos

sentimientos opresivos. Busqué sin éxito al anciano, así que decidí esperarlo en la misma

mesa donde lo encontré la última vez. La vela del día anterior estaba a punto de agotarse, y

justo a su lado había una nueva sin usar. Sin pensarlo tomé la vela virgen y la encendí con la

ya moribunda llama de la otra. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero cada mesa

y la barra estaban adornadas con una vela encendida.

    Pasó el tiempo y el anciano no aparecía. Cansado de esperar, decidí irme para intentarlo de

nuevo otro día, cuando de repente un hombre desconocido se sentó frente a mi. Su rostro me

parecía familiar, casi paternal, pero no lo hallaba en mis recuerdos. Empecé a interrogarle

sobre el bar pensando que era el dueño.

    —Ya sabes que lugar es este —me dijo, su voz era calmada y tranquilizadora—. Aquí no hay

problemas, tampoco sufrimiento. Olvida lo demás y concéntrate en el ahora.

    No pude evitar sentirme frustrado ¿Por qué no podían darme una explicación clara? Exigí una

respuesta que pudiera entender, pero no la recibí. Aquel hombre solo se limitaba a calmarme

como un padre a un hijo pequeño que sufre al no comprender algo.

    Pasaron las horas y sin darme cuenta hablábamos sobre la vida, el trabajo y la rutina. Por

alguna razón había olvidado o simplemente me dejó de importar mi búsqueda de respuestas.

Volví al día siguiente y aquel hombre ya estaba esperándome, esta vez acompañado de una

mujer muy hermosa. Ella no me dio ninguna sensación de familiaridad, pero su magia era

otra; simplemente no podía dejar de mirarla. Antes de comenzar, el hombre me pidió que

cambiara la vela, a lo que obedecí sin dudar.

    Pasé toda la noche conversando con ellos, sobre todo con la mujer. Nuestra conexión fue casi

de inmediato. De nuevo mis preguntas sobre ese lugar fueron borradas de mi mente, y cada

vez me importaba menos.

    Los días pasaron y me volví un cliente más de aquel bar. Dejé de ir al trabajo. Constantemente miraba el reloj, esperando el momento de salir de casa y unirme a los demás.

    Una nueva estatua adornaba aquella calle solitaria y triste, esperando ansiosamente entrar a

ese pequeño y extraño mundo donde la realidad se deformaba a conveniencia de cada quien.

A veces mis reuniones eran con aquellos dos desconocidos que se habían vuelto muy

familiares. Otras veces nos acompañaban más personas, todas tan amigables y graciosas. Y

de vez en cuando solo me encontraba con la mujer, con quien empecé a sentir un especial

cariño.

    Finalmente entendí a los demás clientes. Afuera todo era gris, triste y oscuro, donde cada

quien vivía su desamparada y solitaria vida. Pero aquí había color y alegría. Aquí me sentía

querido, aceptado, como si estuviera en mi verdadero hogar. Ya no podía vivir sin esta bella

ilusión.

    Una noche, al entrar en el bar, me dirigí a la mesa de siempre y para mi sorpresa me encontré

con el anciano de antes. Como la vez anterior, se quedó mirando la vela moribunda y

encendió una nueva. Nadie apareció y de nuevo sus lágrimas se atoraron en sus ojos. Me miró

y pude sentir su profunda tristeza.

    —¿Por qué ya no puedo? —le dijo a nadie en particular, pero sabía que se dirigía a mí—. Ya

no puedo verla. Vengo aquí todos los días, esperando aunque sea una pequeña aparición

—sin poder contenerse más, dejó salir sus largamente retenidas lágrimas—. ¿De qué sirvió

todo esto si ya no puedo verla?.

    Sin esperar respuesta, se levantó y salió del bar, desapareciendo en la oscuridad. Me pregunté

si de verdad siempre estuvo aquí, y yo, tan embelesado en mi fantasía, nunca me di cuenta.

Me senté en la silla donde estaba el anciano y tomé una de las servilletas, garabateando

algunas cosas sin pensar. En una pequeña esquina, tan pequeña que apenas se podía

distinguir, había escrito algo recordando al anciano: “Solo es una bella mentira”. Me reí

animadamente al leerlo, no podía creer que algo como eso saliera de mí, nunca fui de escribir

frases profundas. Dejé el papel a un lado y esperé la aparición de mis amigos.

    Reíamos y conversábamos con alegría. Ella me sujetaba la mano y su cabeza permanecía

recostada en mi hombro, sentía su amor y yo no cabía en mí mismo de la felicidad. Mientras

que él nos miraba y sonreía satisfecho. Pero entonces, solo por casualidad, di un vistazo al

papel que estaba en una esquina de la mesa, ignorado como un adorno más. Esas breves

líneas me llamaron tanto la atención que no pude separar la mirada de ellas. Pensé en el

anciano, en su sufrimiento. Sentí miedo de imaginarme en la misma situación. Torturado por

la realidad de saber que una mentira era lo que me hacía feliz.

    De repente dejé de sentir el calor de la mano que me sujetaba. La cabeza que reposaba en mi

hombro era tan ligera que apenas podía notar su peso. La belleza de aquella mujer ahora me

parecía odiosa. Las personas que me rodeaban se notaban cada vez más irreales, como una

película cuyas respuestas guionizadas daban al espectador la sensación de que se dirigían a

ellos. Ya no me eran tan familiares, su naturaleza me repelía e inquietaba. No creo en

fantasmas, pero ellos eran lo más cercano que estaré de encontrarme con espíritus.

    Me levanté de la silla y tomé distancia de aquellos seres que me habían seducido, atrapado en

este mundo donde nada era real. Me percaté de la vela encendida en medio de la mesa, su

llama bailaba y parecía burlarse de mí. Me dejé llevar por los impulsos y apagué su fuego y

haciendo que desaparecieran los fantasmas.

    Aliviado, decidí huir de ese horrible bar cuanto antes, pero entonces miré a las demás

personas que se encontraban allí, esclavos de las fantasías que ellos mismos crearon. Les

grité, intenté sacarlos de sus ilusiones como pude, pero fue en vano. Yo no existía para ellos,

no podía entrar en sus mundos individuales donde la mentira era la nueva realidad.

Pensé largamente en la solución y recordé la hoja de papel. Tomé varias servilletas y escribí

las mismas líneas que me habían despertado, esperando que tuvieran el mismo resultado en

ellos. Las deposité donde pudieran verlas y les deseé lo mejor.

    Salí de ahí sintiéndome libre. Un amanecer me dio la bienvenida y el mundo ya no era tan

gris y triste. Volví a casa jurando nunca volver a ese lugar. Pero por cosas de la vida, tuve la

oportunidad de pasar por allí muchos años después. Esa calle que siempre me pareció

deprimente y solitaria ahora se notaba diferente. Personas ocupadas viviendo su vida iban y

venían. Habían más colores y la oscuridad que siempre envolvía la zona había desaparecido.

Pero lo más importante era que el bar de las ilusiones había desaparecido sin dejar rastro,

como si nunca hubiese existido tal lugar lleno de tristeza oculta en momentos efímeros de

dicha. No pude evitar preguntarme si incluso ese bar fue una gran ilusión.

La enfermedad

El final del día se acercaba cuando aquel hombre cavaba un último hoyo, y cada palada le costaba más que la anterior.

Sus brazos, musculosos y acostumbrados a cualquier trabajo que requiriera fuerza bruta, se entumecían y quejaban causando dolores punzantes, haciendole sufrir, rogando que dejara lo que estaba haciendo, tomara sus herramientas y volviera a casa a descansar, al día siguiente debía volver a su jornada de trabajo habitual y una simple enfermedad no podía (y no debía) detenerlo. Pero el hombre ignoró todo eso y continuó con su labor, era preciso que concluyera ese mismo día.

El sudor se acumulaba en su frente, sintiendo que cada gota pesaba tanto como él, y al deslizarse le quemaba la piel como si fuego liquido, para finalmente caer en el suelo con un estrépito parecido a un trueno, aturdiéndole.

«¡Que calor!» pensó, mientras tomaba un respiro.

Clavó la pala en el montículo de tierra acumulada y se enjugó la frente. Miró un cielo que se oscurecía con nubes grises, ocultando el sol.

—Pronto empezará a llover —dijo para si mismo.

Giró su mirada hacia la derecha y observó el lugar donde habían dos ligeras protuberancias en el suelo, rodeadas de hierba alta. Una era un poco más pequeña que el, mientras que la otra era la mitad de su tamaño. Montículos tan sutiles que la única forma de notar que estaban ahí, era con las dos cruces improvisadas clavadas en el suelo.

Había pasado toda la mañana cavando aquellas dos tumbas ocupadas por su esposa y su hijo, la siguiente era la suya.

—Maldita enfermedad —dijo con rabia y luego, con fuerzas renovadas, continuó su trabajo.



Las gotas de lluvia empezaban a caer cuando el hombre terminaba de cavar su propia tumba. Sus fuerzas estaban agotadas y respirar era una tarea casi imposible. Sentía su pecho en llamas.

Cada gota eran como balas que chocaban con su cuerpo y se incrustaban en su piel como alfileres. Sus piernas flaqueaban con su propio peso, como si cargaran una montaña. Sentía desvanecerse, mientras una mano helada le sujetaba firmemente el corazón.

Pero el hoyo ya estaba listo, solo debía hacer un último esfuerzo.

Se irguió, lanzó la pala tan lejos como sus últimas fuerzas le permitieron y sacó el revólver de su bolsillo. Revisó el tambor del arma, dónde una bala resplandecía en su rostro.

—Maldita enfermedad —dijo nuevamente a la nada donde se encontraba—. Los mató, yo solo les ahorre el sufrimiento, sino estarían padeciendo lo mismo que yo.

Los recordó en cama, sus rostros lleno de sufrimiento le decían que lo hiciera, que jalara el gatillo y les diera una muerte misericordiosa. Y así lo hizo, luego llevo los cuerpos al campo y los enterró. Él sabía que debía morir con ellos, no había cura y aunque existiera alguna, no la quería.

Sin pensar, apuntó el arma su sien y se preparó para dar fin a toda esta desgracia que había caído sobre él y los suyos.

Pero no fue hasta aquellos últimos momentos que su mente, atormentada por la locura, tuvo un atisbo de cordura, enseñándole la verdad de lo que había ocurrido a aquel hombre desdichado.

Pues no había enfermedad alguna, sólo la que su propia mente creó. Y lo que fue dos muertes por misericordia, se convirtió en un horrible asesinato.

Pudo ver los rostros de su esposa y su hijo deformados por el terror, escuchaba sus gritos desgarradores pidiendo ayuda con desesperación, recordó como les apuntaba, dos explosiones, y luego silencio.

Dos cuerpos sin vida que le miraban fijamente mientras una laguna de sangre les rodeaba.

Horrorizado, aquello fue la última imagen que quedo grabada en su mente y lo único que pudo ver en sus últimos instantes de vida.

Había jalado el gatillo.

El Loco

Una noche calurosa llegaba a su fin. El ruido de grillos y otros animales nocturnos era lentamente reemplazando por aves madrugadoras. Un gallo en la lejanía anunciaba el inicio de la jornada.

Carlos yacía en su cama, sopesando por última vez la decisión que había tomado. Sus ojos le pesaban, había pasado toda la noche en vela, en parte por ansiedad e indecisión.

Se levantó con mucho cuidado de no despertar a nadie, en aquella pequeña casa cualquier sonido se escuchaba tan claramente como si dispararan un cañonazo, mucho más a aquellas horas de la madrugada. Se acercó al armario, tomó su ropa con delicadeza y empezó a guardarla en una mochila vieja y gastada, se tropezó con sus zapatos en el tercer viaje al armario, quedándose completamente quieto esperando algún sonido, pero lo único que escuchaba (o al menos tenía la sensación) era a su corazón acelerado, respiró profundamente y siguió con lo suyo.

Al terminar con la ropa, continuó con los demás efectos personales. Billetera, dinero, una foto familiar, incluso un libro que no leía, pero que siempre llevaba a todos sitios. Se aseguró de que no faltase nada, y tomó el fajo de billetes contándolo tres veces, siempre con la sensación de que le faltaba dinero. Tomó los billetes con rabia y los guardó en la billetera, no tenía tiempo que perder y ya no podía averiguar quién le había robado.

Luego se vistió en silencio, recogió sus cosas y se puso la mochila, sorprendiéndose de lo ligera que era. Salió de su habitación, se aseguró de que no había nadie, tomó las llaves de la pequeña y rústica mesa que estaba en la sala, y se dirigió a la salida, golpeando accidentalmente con la mano un mazo de cartas del tarot que estaban junto a las llaves. Las cartas volaron, cayendo suave y silenciosamente en el suelo, todas boca arriba, enseñando sus vistosos diseños.

Pero Carlos no notó nada de eso, y tampoco le importaba. Se dirigió a la salida, metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta con nerviosismo. Cada vez que giraba la llave, era como un escopetazo que resonaba en la casa (o al menos así le parecía a él).

El viento frío de la madrugada le acarició el rostro al salir. Los rayos del sol empezaban a aparecer por el horizonte. Carlos se quedó mirando un rato el paisaje. Temblaba y le costaba dar el primer paso. Acarició a su perro, que se había acercado soñoliento para saludarle. Si el can pudiera hablar, le preguntaría a su amo que hacía despierto tan temprano.

Carlos respiró hondo y dejó que el aire mañanero llenara sus pulmones, volvió a mirar al horizonte y empezó a caminar.

No notó que su perro le había mordido el trasero, como si tratara de detenerle, rompiendole el pantalón, y que después de un momento de indecisión, decidió seguirle en su viaje.

El hospital

Drama/Sobrenatural.

Cuando Kannazuki salió de su casa, una sensación de inquietud le invadió sin razón alguna, sintiendo como el sudor frío recorría su espalda. Respiró profundamente y agitó la cabeza para despejarse. Dio los buenos días a su vecino, que salía de su casa para realizar la acostumbrada jornada laboral, y al igual que muchos otros; consumir sus vidas en aquella rutina sin sentido y cumplir su papel en la sociedad.

Kannazuki suspiró aliviado, aunque con un poco de nostalgia. Se había jubilado (o mejor dicho, le obligaron a jubilarse) y sus como empleado corporativo habían acabado. La rutina de su casa a la oficina había cambiado y ahora solo se quedaba en casa, viendo el tiempo pasar mientras esperaba lo que él llamaba "su segunda jubilación".

Pero hoy no. Hoy debía ir al hospital y visitar a su esposa, consumida por el cáncer.

Sin esperar un segundo más, Kannazuki se apresuró hasta la estación de autobuses más cercana. Quería llegar temprano, pero sabía que no podría usar el metro. No en la mañana, no con aquella masa de gente igual de apresuradas por llegar a tiempo a su destino. El hospital quedaba un poco lejos y debía tomar dos autobuses para llegar.


Aunque existían otros hospitales y clínicas más cercanas, Kannazuki eligió aquel lejano y antiguo edificio dedicado a la salud publica porque según su opinión (y la recomendación de varios amigos) era la mejor.

Mientras esperaba el autobús, una mujer acompañada de su hijo pasaron frente a él, colocándose a su lado en la fila para esperar el autobús. El niño estaba vestido con su uniforme de preescolar, lo que hizo que Kannazuki pensara en sus hijos, entristeciéndose. Después de todo, ninguno de sus dos hijos había visitado a su madre desde que fue internada.

Kannazuki deseaba hablar con ellos, saber como estaban y preguntarles la razón por la cual habían abandonado a la mujer que les dio la vida.

Pero no podía. Su hijo mayor, aunque vivía en Japón, era más el tiempo que pasaba viajando por negocios, que el que estaba en casa. Y su hijo menor, se había matriculado en una universidad en el extranjero y apenas sabia algo de él.

La rabia lo embargó. Respiró profundamente y dejó que sus sentimientos volvieran a la normalidad. Poco a poco se fue tranquilizando, hasta que el niño, intentado contar los números, confundió el cuatro con muerte, haciendo que Kannazuki sintiera escalofríos.

Su madre no lo escuchó. Estaba absorta en su teléfono inteligente, sonriendo por quien sabe que tontería publicada en una de las muchas redes sociales existentes, o conversando con algún amigo, quizás. Aunque a decir verdad, a Kannazuki no le importaba. Solo esperaba que al menos en la escuela el niño aprendiera los números de manera correcta.

Kannazuki pensó en corregir al niño, pero en ese momento, el autobús se asomaba por la esquina de la calle y se acercaba rápidamente, para luego recoger a los pasajeros y continuar con su recorrido.

Kannazuki se sintió extrañado. Generalmente a aquella hora siempre pasaba el mismo autobús (lo sabía porque memorizó el serial de la matricula) conducido por el mismo chófer.

Pero esta vez era diferente, era otro autobús y otro conductor.

A Kannazuki le pareció extraño, pero no le dio mucha importancia. Estrechó los hombros, esperando a que se detuviera el vehículo. Al abrirse las puertas, la mujer y el niño entraron primero, adelantándose y haciendo que se sintiera indignado. Furioso, se subió en bus, dirigiéndose al hospital y visitar a su esposa. 


El cielo amenazaba con lluvia cuando Kannazuki llegó al hospital, lo que hizo que maldijera para sus adentros por no haber traído un paraguas.

El edificio, ubicado detrás de una colina, alejado de el bullicio y el caos de la ciudad, llevaba medio siglo en funcionamiento. Lo habían remodelado a tal punto que no se notaba su antigüedad.

Kannazuki detestaba Tokio, prefería mas bien la tranquilidad del campo donde creció y donde (según él) la paz era palpable.

Jamas logró acostumbrarse a aquella jungla de acero y cemento, ni siquiera luego de vivir por más de 30 años en ella. Incluso decía que al retirarse volvería al campo, pero en cambio, compro una casa en los suburbios y mientras envejecía, su idea de mudarse se hizo cada vez más y más lejana.

Kannazuki se preparó para iniciar su caminata ya que la subida lo cansaba, pero al llegar a la cima de la colina, apenas si sintió cansancio (algo que le pareció muy extraño) después de todo, el no se ejercitaba y su resistencia era igual (o incluso menos) que la última vez que subió aquella loma.

«Hoy es un día extraño» pensó, mientras se acercaba al hospital.

Atravesó la entrada y saludó a las enfermeras del recibidor como de costumbre, pero estas 
actuaban como si no notaran su presencia, teniendo una charla ociosa.

Kannazuki se encogió de hombros y siguió su camino hasta la habitación donde su esposa se encontraba.

Subió por las escaleras hasta el piso tres, no usaba el ascensor debido a su claustrofobia. Conocía el camino de memoria, después de todo lo recorría casi todos los días. Caminó recto y cruzó por dos esquinas hasta que finalmente, divisó la puerta de la habitación.

Siempre se sentía ansioso al ver aquella puerta, ver a su esposa acostada y darle los buenos días. Sin darse cuenta, Kannazuki aceleró el paso y abrió la puerta súbitamente, olvidando tocar primero. Incluso, no había notado que en la puerta el nombre del paciente no era el de su esposa.

Era el suyo.

Kannazuki se sorprendió al verse a si mismo acostado en aquella cama, su rostro estaba demacrado por la enfermedad y a simple vista se notaba que agonizaba.

Muchas preguntas invadieron le invadieron ¿cómo podía estar él acostado en la cama? ¿Donde estaba su esposa? ¿Que significaba todo esto?.Quiso acercarse y preguntar, pero sus pies no se movían de su sitio.

Pero entonces aquel anciano enfermo, acosado por la enfermedad, abrió los ojos.

Y en ese momento, Kannazuki finalmente comprendió lo que ocurría...

El bar de las ilusiones

   Cada noche a la misma hora, abre aquel misterioso bar tan popular de la ciudad. Suelo salir muy tarde del trabajo, y para volver a casa d...