El ascenso del señor de sangre

Fantasía/Tragedia


La profecía era clara: "llegará la oscuridad y lo engullirá todo. Los reyes caerán junto con sus suntuosos reinos. Sangre inocente será derramada y de entre los mortales nacerá un nuevo señor de la oscuridad".

Le habían enseñado desde pequeño a respetar las leyendas de su pueblo. Pero no podía permitir que esto pasara. Era inconcebible para él darle la espalda a su gente y dejarlos morir, solo por obedecer las palabras de un libro escrito hace cientos de años atrás, por un anciano decrépito. No dejaría que su reino cayera en la oscuridad, y mucho menos, permitiría que un simple mortal destruyera lo que sus ancestros construyeron con tanto esfuerzo y sacrificio.

Pero el día había llegado, los esbirros del caos causaban estragos a lo largo y ancho del reino. Los días eran mas cortos, las noches más largas y oscuras. La oscuridad se acercaba y solo él podía enfrentarla y salvar, no solo a su reino sino a la humanidad entera. Era su destino ser un salvador, un digno rey, una leyenda. 

Toda su vida se había entrenado para este momento, su mente de líder y su habilidad con la espada eran inigualables.

—Será un digo rey —decían—. Derrotará a quien se atreva a enfrentarlo y nos guiará a una nueva grandiosa era.


Su partida no fue como él esperaba: Mujeres con niños pequeños en brazos, lloraban desconsoladamente e imploraban que les devolvieran sus esposos. Otras solo miraban tristemente la partida de sus amados hijos, con la certeza de que no los volverían a ver. Hombres y ancianos le maldecían y condenaban su misión al fracaso. Incluso su padre, el rey, le había dado la espalda. Hizo caso omiso a todo eso, sabia lo que debía hacer y sin importarle lo que pensaran los demas, reunió un puñado de hombres y junto con sus dos caballeros con los que creció y luchó en innumerables batallas, decidió dirigirse hacia el origen de la oscuridad.

Marchó durante días por tierras baldías y carentes de vida hasta llegar a su objetivo. Una cueva oscura de tamaño gigantesco, donde demonios salidos del mismísimo averno se preparaban para la llegada de su señor. El cielo estaba cubierto de nubes tan oscuras que daba la impresión de que era de noche. El aire olía a ceniza y podredumbre. La tierra era tan negra que parecía quemada. Los arboles que aún se mantenían en pie estaban podridos, desde su interior manaba una sustancia nauseabunda de aspecto viscoso. Jamás en su vida había visto un panorama tan horripilante, y supo que esto sucedería en todos lados si no lo detenía de una vez por todas. Volteó su mirada hacia atrás, alegrandose al ver a sus tropas preparadas para la batalla, sabían perfectamente a que habían venido, salvarían su pueblo de las garras de la oscuridad y volverían a casa como héroes. Se hinchó de orgullo por luchar junto a tan valientes hombres. Rezó una plegaria a sus dioses rogando protección. Pidió prestada la fuerza de sus antepasados para que lo guiaran a la victoria, y junto con su valiente ejército cargó contra sus enemigos.


¿Por cuanto tiempo había luchado? ¿minutos? ¿horas? ¿días?. Podía sentir como su cuerpo perdía fuerzas con cada enfrentamiento. Su brazo no respondía con la misma rapidez y su golpe cada vez era más débil. La sangre mezclada con el sudor le empañaba la vista, mientras el dolor al intentar respirar se mezclaba el de las heridas, causándole un increíble sufrimiento.

El ejército de demonios parecía no tener fin. Por cada uno que moría, otros dos ocupaban su lugar. Siguió luchando sin percatarse que se había separado de sus hombres, y que además, estaba rodeado de enemigos. Su único objetivo era eliminar a su enemigo sin importarle siquiera su propia vida. 

Luchaba con una ira ciega. Mataba a quien estuviera frente a el, sin poder distinguir entre amigo o enemigo. Su espada, teñida completamente de sangre demoníaca, oscilaba sin parar de un lado a otro decapitando, mutilando, atravesando, sin molestarse en su defensa. Había perdido el control de su cuerpo y mente. Hasta que sintió un fuerte golpe en la cabeza que lo hizo trastabillar, sacándolo de su locura ciega. Desorientado, miró hacia todos lados sin saber donde se encontraba. Notó una luz rojiza y supo que era fuego que venía desde una abertura al fondo de la cueva. Esta aumentaba su brillo a medida que los demonios salían por miles del mimo agujero infernal. Miró hacia atrás con la esperanza de ver a sus hombres aún con vida, y se alegró al verlos luchar con ímpetu mientras intentaban acercarse a su líder. Se extrañó al ver que solo estaba uno de sus dos caballeros y que blandía su espada sin control y con ira, intentando acercarse a su objetivo, mientras gritaba injurias y maldiciones con los ojos derramando lágrimas. Temiendo lo peor, miró hacia el mismo lugar a donde se dirigía su amigo con tanta desesperación, y vio con horror como a su otro caballero, aquel con el que había crecido y luchado en tantas batallas, le era arrancada la cabeza sin esfuerzo alguno por un demonio gigantesco, para luego ser alzada como un trofeo de guerra.

Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras el cuerpo sin vida de su amigo era lanzado lejos. Tantas batallas, tantos peligros que superaron juntos, tantos enemigos dispuestos a matarlos a ambos. Nada de eso importaba, había muerto de una manera horrible y sin honor gracias a un monstruo, una bestia que no debería existir. Pero ahí estaba, mostrando su trofeo a sus semejantes. La ira lo consumía, debía vengar la muerte de su amigo aunque le costara la vida. Sentía como una fuerza desconocida lo inundaba y unas voces le hablaban en un idioma desconocido para él. Su vista se volvió roja como la sangre, su ira aumentaba a la par de sus ansias de matar, dejó de sentir cansancio o dolor, y su conciencia era ahogada por algo oscuro que dominaba todo su cuerpo y mente. Tenia sed de sangre y pronto seria saciada con la muerte de sus enemigos.


Para él todos eran fantasmas. El mundo era gris y sombrío. No había luz ni oscuridad, solo caos. Vio tierras distantes siendo quemadas hasta quedar en cenizas. Observó gente morir mientras eran sacrificadas en un demoníaco culto sangriento. Vio un hombre sentado en un trono de cráneos y huesos. Como se arrodillaban ante él mientras a su espalda, se elevaba una montaña de los cadáveres de numerosos reyes derrotados. Su corona estaba hecha con las de los monarcas caídos. Su espada estaba manchada con sangre de inocentes y en sus ojos solo había muerte y oscuridad.

—Soy el señor de la muerte —dijo a sus súbditos—. Soy el señor de sangre.

Corrió con todas sus fuerzas al ver tan horrible espectáculo, miró hacia atrás pero no se alejaba de la escena. El miedo se apoderó de él y temía morir en aquel lugar. Miró nuevamente atrás, pero la visión había desaparecido, en cambio los colores volvían al mundo mientras veía su hogar. Vio a su madre reír alegremente y sin preocupaciones, también estaba su hermano mayor que jugaba con su pequeña hermana, y su padre hablaba despreocupadamente con un caballero que reconoció de inmediato: era su amigo. Sintió el presentimiento de que algo horrible le había pasado pero no lo recordaba. Creyó que era su imaginación y se extrañó al sentir lágrimas recorrer por sus mejillas, las enjugó de inmediato y se acercó alegremente a su familia como si nada hubiese pasado, sin escuchar un pequeño susurro en el viento que decía «eres mio».


El capitán había presenciado la muerte de su hermano, y ahora veía como su amigo y señor era rodeado de enemigos. Extrañamente ningún enemigo lo atacaba, solo se limitaban a observarlo con precaución. Sabía que su deber estaba por encima de su sed de venganza y que su hermano haría lo mismo en su lugar. Reunió a sus hombres y con un grito de batalla cargó contra los demonios

Luchó con todas sus fuerzas mientras se acercaba a su objetivo, debía rescatarlo. La batalla estaba perdida y solo podían retirarse y defender su reino valientemente en su tierra. La venganza también quedaría pospuesta, pero juró que mataría a ese monstruo cuando se volvieran a ver, lo castigaría por lo que le hizo a su querido hermano. Notó que algo andaba mal, los demonios no se defendían ni mostraban las ansias asesinas de matar momentos antes, solo se limitaban a mirar al líder enemigo. Con un mal presentimiento se acercó a su señor y notó que este sonreía.

—¿Mi señor? —dijo acercándose cautelosamente—.. ¿por qué han dejado de luchar? ¿que esta...? —no pudo terminar de decir la oración, cuando sintió un dolor agudo en su pecho. Bajó la mirada y con asombro vio la espada de su líder clavada justo en su pecho. Se dejó caer de rodillas y no pudo preguntar la razón, cuando la misma espada que le pertenecía a quien consideraba su mejor amigo, le separó la cabeza del cuerpo en un corte limpio. En ese momento los demonios que antes estaban quietos, volvieron a su antigua naturaleza violenta y sin piedad alguna, masacraron a los soldados sobrevivientes mientras aquel que alguna vez fue el príncipe de Yorim se deleitaba observando una escena tan sangrienta.

Y así, en su intento de salvar a su pueblo y cambiar la historia. El príncipe se convirtió en aquel señor oscuro que decía la profecía, condenando la humanidad a una época de oscuridad y muerte.

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